Antropología. El célebre autor de la noción de “no lugar” propone recrear lo urbano: trazar nuevas fronteras , “zurcir” lo desgarrado y fortalecer lo local.
POR MARC AUGE
El lenguaje corriente depara sorpresas. Hoy a menudo recurrimos al uso de la preposición “sin”, que indica privación. Hablamos de “sin domicilio fijo” o de los “sin papeles”. Y, como sabemos sin duda alguna que su situación es muy problemática, nos vemos indirectamente impulsados a creer, como si fuera algo evidente, que tener domicilio fijo y papeles es condición suficiente de la felicidad.
Otros ejemplos podrían convencernos fácilmente de lo contrario. Los más afortunados de este mundo acumulan domicilios. Tienen residencias secundarias en distintos continentes, yates, se alojan en hoteles de lujo del mundo entero. Tienen papeles, por supuesto, pero están tan seguros de sí y de su identidad que apenas tienen conciencia de mostrarlos si deben hacerlo. Me dirán que, justamente, acumulan ventajas: tanto domicilios fijos como pruebas de identidad o tarjetas de crédito.
Tienen razón pero me permito insistir: el cúmulo de residencias y la seguridad de los más acomodados demuestran que el ideal de la vida individual no necesariamente radica en estar aferrado a un lugar fijo, como el mejillón a su roca, ni en el hecho de poder dar a conocer la identidad cuando la piden, mostrando los documentos, sino por el contrario en la libertad efectiva de circular y permanecer relativamente anónimo.
La atracción que ejercían las ciudades en el siglo XIX en aquellos que huían del campo y que ejercen hoy las grandes ciudades del norte en los inmigrantes venidos del sur, nace de la misma representación. El carácter en gran medida ilusorio de esto es indudable pero, para quien se pregunta sobre el ideal de la vida urbana de nuestra época, es fundamental tomarlo en cuenta.
La ciudad no deja de extenderse. La mayoría de la población mundial vive en una ciudad y la tendencia es irreversible. ¿Pero de qué ciudad se trata?
He propuesto algunas nociones para describir lo que podríamos llamar urbanización del planeta, que más o menos se corresponde con lo que llamamos globalización para designar la generalización del mercado, la interdependencia económica y financiera, la extensión de las vías de tránsito y el desarrollo de los medios de comunicación electrónicos.
Desde este punto de vista, podríamos decir que el mundo es como una gran ciudad. Paul Virilio utilizó a este respecto la expresión de “metaciudad virtual”. El “mundo ciudad”, como lo llamo yo, se caracteriza por la movilidad y la uniformización.
Por otro lado, las grandes metrópolis se extienden y en ellas encontramos toda la diversidad (étnica, religiosa, social, económica), pero también todos los compartimientos del mundo. De este modo podemos oponer la “ciudad mundo” –sus divisiones, sus puntos de fijación y sus contrastes– al “mundo ciudad” que constituye su contexto global y que aplica de manera espectacular en algunos puntos fuertes del paisaje urbano su marca estética y funcional: torres, aeropuertos, centros comerciales o parques de atracciones.
Cuanto más se extiende la gran ciudad, más se “descentra”. Los “centros históricos” se convierten en museos visitados por los turistas llegados de otras partes y en sitios destacados de consumo de todo tipo. Allí los precios son altos y el centro de las ciudades cada vez más es habitado por una población acomodada, a menudo de origen extranjero. La actividad productiva se desplaza “extra muros”. Los transportes son el problema principal de la concentración urbana. Las distancias a menudo son considerables entre el lugar donde se vive y el lugar de trabajo. El tejido urbano se extiende a lo largo de las vías de tránsito, los ríos y las costas. En Europa, las “periferias” urbanas se tocan, se sueldan, se confunden, y puede surgir el sentimiento de que con la generalización de “lo urbano” estamos perdiendo la “ciudad”.
Vuelvo por un momento a la oposición que tracé hace años entre lugar y no-lugar. Ella se basa en una definición teórica; un lugar es un espacio en el cual se pueden descifrar las relaciones sociales que están inscriptas allí (por ejemplo, en ciertos pueblos tradicionales, a partir de la división en barrios, las reglas de residencia y el emplazamiento de los símbolos visibles de la historia y la cultura compartidas); un no-lugar es un espacio en el cual ese desciframiento es imposible.
Empíricamente, nunca hay lugares y no-lugares en el sentido absoluto del término, pero se puede caracterizar el mundo global actual por la multiplicación de los espacios de tránsito, consumo y comunicación, “lugares de paso” donde ese desciframiento por regla general es menos evidente, “no-lugares” en esa medida.
Ahora bien, el lugar no se opone al no-lugar como el bien al mal o el buen vivir al mal vivir. El lugar absoluto sería un espacio donde todos estarían obligados a residir en un sitio determinado en función de su edad, su sexo, su lugar en la filiación y las reglas de unión matrimonial: un espacio donde el sentido social, entendido como el conjunto de las relaciones sociales autorizadas o prescriptas, estaría en su apogeo, la soledad sería imposible y la libertad individual impensable.
El no-lugar absoluto sería un espacio sin reglas ni restricción colectiva de ningún tipo: un espacio sin alteridad, un espacio de soledad infinita. El absoluto del lugar es totalitario, el absoluto del no-lugar es la muerte. Mencionar estos dos extremos es definir al mismo tiempo la apuesta de toda política democrática: ¿cómo salvar el sentido (social) sin matar la libertad (individual) y viceversa?
En el mundo global, la respuesta se impone en términos espaciales: repensar lo local. Pese a las ilusiones que difunden las tecnologías de la comunicación, de la televisión a Internet, vivimos donde vivimos. La ubicuidad y la instantaneidad siguen siendo metáforas. Lo importante con los medios de comunicación es tomarlos como lo que son: medios susceptibles de facilitar la vida pero no de reemplazarla. Desde este punto de vista, la tarea que se debe realizar es inmensa. Consiste en evitar que la sobreabundancia de imágenes y mensajes lleve a nuevas formas de aislamiento. Para frenar esta desviación ya observable, las soluciones serán necesariamente espaciales, locales y, en suma, en el sentido amplio del término, políticas.
¿Cómo conciliar en el espacio urbano el sentido del lugar y la libertad del no-lugar? ¿Es posible repensar la ciudad en su conjunto y la vivienda en sus detalles?
Una ciudad no es un archipiélago. La ilusión creada por Le Corbusier de una vida centrada en la casa y la unidad de la habitación colectiva llevó a los conjuntos de monoblocks de nuestros suburbios, muy rápidamente abandonados por los comercios y los servicios que debían hacerlos esencialmente habitables. Allí se ha descuidado la necesidad de la relación social y el contacto con el exterior; es eso lo que expresan a su manera los “jóvenes de los suburbios” cuando, por ejemplo, en París, se desplazan regularmente desde lo más recóndito de sus ciudades hacia los barrios que son a la vez el corazón de la ciudad histórica y símbolos de la sociedad de consumo: los Campos Elíseos o el barrio de Châtelet–Les Halles.
En las ciudades reales, ¿qué es lo que evoca algo de lo que podríamos considerar como la ciudad ideal? Me vienen a la mente dos ejemplos. Sin duda, los idealizo, pero es precisamente de esto de lo que se trata en este ejercicio: identificar los rastros de lo ideal. El primer ejemplo, por lejos el más convincente, es el de las ciudades medianas del norte de Italia, como Parma y Módena. En el centro de estas ciudades, la vida es intensa, la plaza pública sigue siendo un lugar de encuentro, se circula en bicicleta, uno entra en contacto de manera natural con los lugares emblemáticos de la historia.
El visitante de paso siente que podría deslizarse en la intimidad de este mundo amable sin hacerse notar, establecer relaciones sin verse coaccionado y pasar de una ciudad a otra por el simple placer de mirar. Pero, se objetará, precisamente hay que cerrar los ojos para pasar por alto todo lo que contraría esa visión de turista miope: la pobreza, la migración, las actitudes de rechazo… Una vez más, me quedo en lo ideal, que exige una forma de miopía. Otro ejemplo: la vida de barrio en un distrito de París. Se podrían citar muchos otros ejemplos y sabemos bien que en las metrópolis más grandes del mundo (México, Chicago) hay formas de vida local que son intensamente activas. La vida de barrio es la que se puede observar en la calle, en los comercios, en los cafés… En París, ciudad en la que desde hace varios años la vida es más difícil, sólo en muy pequeña escala se puede ver cómo los lazos frágiles resisten al desencanto: las conversaciones en el mostrador del bar, las bromas que intercambia una persona mayor con la joven cajera del supermercado, las charlas en lo del almacenero tunecino: formas modestas de resistencia al aislamiento que parecerían demostrar que la exclusión, el repliegue sobre sí y el rechazo de la imaginación no son una fatalidad.
¿Pero qué conclusión práctica se puede sacar de estos signos dispersos?
Que todo programa de conjunto y todo proyecto de detalle deberían asociar varios tipos de reflexiones: una reflexión de urbanista sobre las fronteras y los equilibrios internos del cuerpo de la ciudad; una reflexión de arquitecto sobre las continuidades y las rupturas de estilo; una reflexión antropológica sobre la vivienda hoy, que debe conciliar la necesidad de aberturas múltiples hacia el exterior y la necesidad de una intimidad privada.
Un gran taller de “zurcido” (en el sentido en que antiguamente las costureras y las “remalladoras” zurcían las prendas desgarradas y las medias corridas). En la medida de lo posible haría falta volver a trazar las fronteras entre los lugares, entre lo urbano y lo rural, entre el centro y las periferias. Fronteras, es decir pasos, puertas oficiales, para hacer saltar las barreras invisibles de la exclusión implícita. Hay que devolverle la palabra al paisaje. El paisaje es la combinación del espacio y las relaciones sociales. No existe el paisaje exclusivamente natural, sin cultura. La verdadera ecología es la que invita a respetar al hombre en singular y en plural, al individuo libre y las relaciones sociales.
Uno podría encomendarse a largo plazo la tarea de remodelar un paisaje urbano moderno, en el sentido de Baudelaire, en el que los estilos y las épocas se mezclarían conscientemente, como las clases sociales: las comunas y los distritos de las ciudades en Francia tienen obligación de tener cierto porcentaje de “viviendas sociales”, pero, además de que esta obligación a menudo se elude, las más de las veces ocurre que se produce un efecto de estigmatización por el estilo y el material. Otro esfuerzo hacia el ideal… Este ideal debería encontrarse en la disposición interior de los departamentos más modestos, donde deberían combinarse en pequeña escala las tres dimensiones esenciales de la vida humana: lo privado individual, eventualmente lo público (en este caso familiar) y la relación con el exterior.
Formulado así, el ideal es utópico y evidentemente no sólo de la incumbencia del arquitecto. Pero la materia del ideal o de la utopía ya está allí. Para concluir, vuelvo a la imagen de la costurera y la remalladora. Ella no es exclusiva de los grandes proyectos que pueden ofrecer la belleza a todas las miradas ni de la remodelación de los grandes paisajes donde todos pueden perderse y encontrarse. Sólo quiere recordar que todo comienza y todo termina con el individuo más modesto y que las más grandes empresas son vanas si no lo toman en cuenta por poco que sea.
Quizá algún día el mundo se presente como un conjunto urbano único y acabado. Hoy comenzamos a percibirlo así desde que prestamos atención a las obras de algunos grandes nombres de la arquitectura que se hacen eco de una punta a otra del planeta o al desarrollo de medios de comunicación electrónica que sugieren ya la existencia de lo que Paul Virilio llamaba una “metaciudad virtual”. Es de esperar que entonces hayamos encontrado el medio de suministrar a esta inmensa ciudad, a este mundo-ciudad por fin concretado, la energía necesaria para su funcionamiento armonioso.
Pero también hay que decir que es en la organización de las relaciones entre los seres humanos donde se medirá el éxito o el fracaso de esta empresa, utopía realizada o fin del mundo programado, y por lo tanto en nuestra capacidad para revertir el proceso actual de profundización de la brecha entre ricos y pobres, cultos e ignorantes. La energía necesaria para esta empresa gigantesca, que es la única que vale la pena porque inscribe en todo individuo el ideal de conocimiento propio del hombre genérico, es esencialmente mental y apela a las cualidades fundamentales del individuo humano: la inteligencia, la voluntad y la imaginación.