Semillas de odio

Por Enrique Pinti


Brotan súbitamente aún desde mentes evolucionadas y abiertas. Surgen del oscuro abismo de las incontrolables pasiones originadas en la ignorancia. Generalmente pedimos un hipócrita perdón por decir esto para justificar lo injustificable. Son los prejuicios, semilla maldita que crea marginaciones y rencores que destruyen toda esperanza de convivencia y respeto por ciertas particularidades que hacen diferentes entre sí a los seres humanos, y que muchas veces no pueden modificarse porque se trata de raza y color, características que toda persona trae de nacimiento como marca indeleble. Holocaustos, genocidios y masacres a lo largo de siglos y siglos, provocados por el odio hacia lo diferente, no han logrado, a pesar de sus nefastas consecuencias, convencer a los seres humanos de todo tipo y condición de la inutilidad e irracionalidad de esas actitudes tanto individuales como colectivas. Todos coincidimos en que la discriminación es negativa, pero circunstancias sociales, encrucijadas históricas y conveniencias políticas de bajo vuelo nos empujan a enfrentamientos estériles y fundamentalmente absurdos. 

No podemos ignorar que las cosas no ocurren por casualidades caprichosas sino por causalidades originadas en factores económicos. La esclavitud ejercida sobre la raza negra principalmente africana, pero también latinoamericana, se basó en la necesidad de la explotación comercial de un nuevo mundo lleno de riquezas, que necesitaba mano de obra barata proveniente de una raza marginada, hundida en la pobreza más terrible, sin educación y con muy pocas posibilidades de ascenso social. La riqueza de grandes grupos estaba sostenida en esa terrible premisa de esclavitud proporcionada por traficantes inescrupulosos, que cazaban al nativo en su tierra natal, lo arrancaban de su hábitat y lo transportaban encadenado y a latigazo limpio en naves carentes de las menores condiciones de higiene. La condición de esclavo databa de tiempos remotos, se aplicaba en la antigüedad griega y romana, y rebeliones como la de Espartaco conmovieron al mundo de aquellas épocas con su grito desesperado pidiendo libertad. 

Luego, desde la Carta Magna en la Inglaterra de la Edad Media hasta la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia, a fines del siglo XVIII, pasando por la constitución norteamericana, se instalaron en gran parte del mundo los conceptos de igualdad, pero hasta el día de hoy somos testigos impotentes de atropellos a esos principios.
Los prejuicios y las crisis de todo tipo hacen florecer en países de sólida cultura espantosos episodios que sirven de plataforma de lanzamiento para genocidios que hacen retroceder a la humanidad, no ya en cuatro patas (con perdón para los nobles cuadrúpedos), sino reptando como las más dañinas alimañas. Judíos, negros, cristianos, gitanos, homosexuales, armenios, turcos, chinos, árabes, japoneses, centro-europeos de distintos orígenes, indígenas, habitantes originarios de todo tipo y color son algunos de los colectivos masacrados por las infames soluciones finales, que parten de la ignorante y demencial teoría de la posibilidad real de hacer desaparecer de la faz de la tierra las presuntas razas inferiores. Los resultados de tales barbaridades no deben ser olvidados. 
Afortunadamente, la fotografía, el cine, la televisión y todos los medios de comunicación permiten ver cada tanto imágenes que son elocuentes y que muestran hasta qué punto puede llegar el hombre en su afán destructor y cómo se disfrazan asesinatos y crueldades con seudopatriotismos y tergiversaciones diversas de principios religiosos que son simple y llanamente fanatismos ignorantes.
No debemos dejarnos arrastrar por semejantes cosas y tendríamos que extremar los cuidados en la educación de los más pequeños para no plantarles semillas de odio racial y prejuicios ridículos; y en cambio, enseñarles a buscar lo mejor de los otros y a convivir en la diferencia. Se ha logrado mucho, pero es mucho también lo que falta.

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