Qué encierra una foto de Sartre y Guevara, guardada en una caja de recuerdos.
Por Juan Martini .
Jean-Paul Sartre y Ernesto Che Guevara
(La Habana, 1960). Foto: Alberto
Korda
Es
así: a veces no hay más remedio que ponerse a buscar y a buscar en cajas donde
se guardan infinidad de cosas que ya no se necesitan a mano, incluso de
las que uno no se acuerda… Entonces, por ejemplo, buscando una agenda en la que
uno copió en otro tiempo un poema de Rilke salta, de golpe, el zarpazo: una foto de 1984, en un
bar de Buenos Aires, que reunió a ocho escritores todavía jóvenes que no se
reunían habitualmente.
Por
eso el segundo no tarda en arañarte el alma. Otra foto. Ahí está. Fue sacada
hace 50 años. Algunos jóvenes de 35 para abajo que la vieron en estos días no
sabían quién era o había sido el hombre que parece inclinarse para besar la
mano del Che Guevara. Es Jean-Paul Sartre y en realidad está encendiendo un
habano con el fuego de un encendedor de mesa que le da el Che.
Sartre viajó a Cuba cuando la Revolución todavía no había
cumplido un año. Fue con Simone de Beauvoir y juntos entrevistaron al Che en su
despacho de la presidencia del Banco Central. Eran más de las 12 de la noche
porque Guevara trabajaba hasta muy tarde. En los días siguientes, Sartre y
Simone recorrieron toda la isla, asistieron al estreno en el Teatro Nacional de La
puta respetuosa, obra de Sartre, invitados por Fidel Castro, y
escribieron sobre sus experiencias y observaciones en Cuba. El Che Guevara
tenía 32 años, Sartre 55 y Simone de Beauvoir 52.
“Puesto
que era necesaria una revolución -escribió Sartre-, las circunstancias
designaron a la juventud para hacerla. Solo la juventud experimentaba
suficiente cólera y angustia para emprenderla y tenía suficiente pureza para
llevarla a cabo”. El libro se llamó Huracán sobre el azúcar y conmovió a las juventudes de América
Latina y del mundo entero.
El
Che Guevara moriría asesinado en Bolivia apenas siete años más tarde. Sartre
moriría casi veinte años después en París. Antes, sólo cuatro años después de
aquel viaje y esta foto, recibiría el Premio Nobel de Literatura y lo
rechazaría: una prueba de independencia económica y de soberanía intelectual
nunca homologada.
A su
manera, mucho antes de morir, Guevara y Sartre habían alcanzado la dimensión
del mito. Uno por su coraje revolucionario. El otro por su entereza
intelectual. Comprometerse con una causa, en aquellos años, no sólo era natural
y una marca de época. Era una forma de estar vivos. De creer en el futuro y en
la posibilidad de imaginar un mundo justo.
Hoy,
50 años después, no sólo está mal visto creer en la justicia y en la igualdad:
ni hablar del respeto a los muertos y desaparecidos, ni de condenar a golpistas
fusiladores. Posiciones de esta naturaleza son acusadas con frecuencia de bien
pensantes de izquierda o progresistas, y condenadas por ingenuas.
Ignoran,
los liberales, los que viven todo el tiempo de condenar las ilusiones y los
deseos de vivir en una sociedad equilibrada, que la justicia social es un bien
irrenunciable salvo para quienes no respetan a las mayorías.
Pero no se los ve
más felices. Más bien todo lo contrario. Están siempre contrariados, ofendidos,
aferrados a sus lugarcitos privilegiados y sobornables.
¿Será
porque, más allá de alzarse contra gobiernos constitucionales, desestabilizar y
poner palos en las ruedas, no tienen en qué creer?
Es
así.
Es el
problema de abrir cajas con archivos, cartas, agendas, radiografías, postales,
cositas que alguien te trajo de un viaje, regalos cargados de recuerdos, fotos…
El
tiempo se te viene encima y la memoria de las ilusiones perdidas es la garra
que de un golpe te dice que a pesar de todo todavía estás vivo. Y entonces uno
tiene que atreverse a confesar que no hay nada como tener ilusiones y que
siempre estaremos del lado de la utopía.
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