Un caso
testigo, que revela hoy la violencia del Estado, se cumplirán cinco años de la
desaparición de Luciano Arruga, un adolescente de 16 años de quien nada se
sabe desde el 31 de enero de 2009, cuando fue interceptado por la policía
bonaerense en Lomas del Mirador. Las sospechas sobre la policía, no sólo por su
desaparición sino por el “reclutamiento” de chicos para delinquir, mientras las
voces de siempre piden más “mano dura” y criminalizan a los chicos pobres con
la versión actualizada del “algo habrán hecho”. Los políticos y el poder
judicial en medio de estas cuestiones, y un informe completo sobre lo
ocurrido.
El viernes 30 de enero, Luciano Arruga, 16 años, fue a jugar al
Sega con dos amigos hasta el mediodía. Volvió a casa, miró a Mónica con media
sonrisa de complicidad y le dijo: -Má, ¿me das algo de plata que salgo un rato?
A Mónica ya le pasaba lo que a tantas madres, que tienen que
levantar la cabeza para mirarle los ojos a esos nenes que de golpe les llevan
una cabeza de ventaja. Le regaló una sonrisa, y le dio todo lo que tenía: 25
centavos.
Luciano fue al quiosco a comprar un cigarrillo suelto. La señora
del quiosco le preguntó cómo andaba. Él contó su proyecto de retomar los
estudios. “Quiero regalarle el título secundario a mi hermana”. Tuvo premio:
dos cigarrillos más. El chico se quedó como siempre en la plaza República
Argentina con sus amigos, a media cuadra de su casa: largas charlas, algún tiro
al arco en la canchita, compartir el tiempo de esa tarde de verano.
Volvió a casa ya de medianoche. Sus hermanos más chicos dormían
y Mónica lo escuchó, pasaba a buscar su campera blanca.
Luciano caminó cinco cuadras para ir a lo de Vanesa, la hermana
a la que quería regalarle el título secundario, estudiante de Sociología y en
pareja con un joven abogado. No la encontró. Volvía para su casa cuando sobre
la avenida Mosconi, de Lomas del Mirador, lo paró un patrullero policial. Había
gente en la avenida, que vio cómo lo palparon. Hubo maltrato, cuentan. Dejaron
ir al chico, que siguió por el camino de siempre hacia su casa. Nadie sabe si
Luciano se dio cuenta de que el patrullero lo venía siguiendo. Ya era la
madrugada del sábado. En Perú y Pringles, la esquina de la placita, dos
testigos, vieron que un chico de campera blanca era golpeado y metido a la
fuerza en un vehículo policial del destacamento de Lomas del Mirador. Una vez
en el destacamento, otro testigo lo vio golpeado y ensangrentado.
Desde aquel 31 de enero Luciano Nahuel Arruga desapareció.
El Barrio
El barrio 12 de Octubre es apenas una manzana dentro de Lomas
del Mirador. Todos lo llaman “La 12 de octubre”, porque es una pequeña villa,
con sus pasillos angostos y sus casas hechas con más pulmón que arquitectura.
Enfrente está la plaza República Argentina, y por las otras calles hay chalets
y casas más o menos coquetas, con jardines, enrejadas, alguna que otra 4 x 4.
Una frontera es la calle Perú. En una esquina está la humilde casa de ladrillos
de Mónica Alegre, la mamá de Luciano. Cruzando Perú, se levanta el chalet de tres
plantas de Gabriel Lombardo, repartidor de alimentos en el barrio, y creador de
valmi (Vecinos en Alerta de Lomas del Mirador). Lombardo fue uno de los
propulsores de la creación del destacamento policial ubicado en la calle
Indart, y cumplió el rito de cortar la cinta de inauguración del lugar en
2007, entre sonrisas y aplausos uniformados.
Pararse en el medio de la calle Perú genera una sensación
extraña: ambiente tranquilo, y un salto de desigualdad de las veredas
enfrentadas. Cualquiera que ande por allí sabe que cada 20 ó 30 minutos aparece
un patrullero.
Luciano es un chico divertido, con humor, trabajó en una empresa
fundidora de metales. Eso le permitió comprarse ropa, pantalones anchos, gorra.
Mónica no recuerda durante cuánto tiempo estuvo en la fundidora. También
en muchas ocasiones salía a cartonear con sus amigos de la plaza. “Con
la plata se compraban un sándwich de milanesa, una bebida, unos cigarrillos”.
El chico cuidaba de sus hermanos cuando Mónica no estaba, les preparaba la
leche o el mate cocido, sabía hacer tortillas de papa, iba a buscarlos a la
escuela. El padre los había abandonado cuando él tenía 6 años.
Estaba aprendiendo a tocar una guitarra criolla que le regaló
Vanesa, le gustaban los Redonditos de Ricota e Intoxicados, todo mezclado con
cumbia colombiana. “Me cantaba y hablaba de las letras de amor de las cumbias”.
Los abogados de la causa dan por probado que Luciano fue
levantado por la policía en la esquina de Perú y Pringles, frente a la placita.
Peritajes posteriores demuestran que estuvo en el destacamento de Lomas del
Mirador. Mónica asegura que al menos un testigo lo vio: “Yo no leí el
expediente, pero lo que me dijeron es que ese testigo vio a Luciano golpeado y
ensangrentado. Que lo colgaron como de un gancho. Un preso dijo que tuvo que
limpiar la sangre de las paredes y del piso” explica Mónica en el único momento
de la charla en el que no logra contener el llanto.
No sabía nada de esto cuando, con angustia, fue al propio
destacamento, el 31 de enero, a denunciar que su hijo no había vuelto a casa.
“Quedate tranquila que debe estar con alguna minita” le contestaron. “Ví al
mismo policía que había visto en septiembre, haciéndose el que escribía algo y
sin mirarme. Apenas me dijo que cualquier novedad me llamarían”. Le tomaron una
declaración pero no le dieron copia. Vanesa fue a reclamar esa copia, y se
encontró con el penetrante olor de la lavandina en medio de un metódico ataque
de limpieza del destacamento.
Un oficial de apellido Herrera se mostró comprensivo, quedó a
disposición de la familia, y ayudó a pegar volantes de búsqueda de Luciano:
“Después me di cuenta que estaba cerca no para ayudarnos, sino para
vigilarnos”.
Un método habitual desde los años 70 es el enloquecimiento
sistemático de los familiares.
Los chicos tenían su esquina favorita, en Perú y Arriola. Mónica muestra lo que hizo su hijo cuando el asfalto todavía no estaba seco. Se lee “Luciano” junto al cordón. De puño y letra, con una maderita, le puso la firma a “su” esquina. En la frontera.
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