Más escuela, menos aula

Por Mariano Fernández Enguita 


Sociólogo, catedrático en la Universidad Complutense. Buena parte de mi investigación ha estado dedicada a la educación, en particular a las desigualdades escolares, la organización de los centros, la participación social, la profesión docente y la política educativa.
También he trabajado y trabajo sobre desigualdades sociales, sociología de las organizaciones, sociología económica. Ahora me interesan especialmente las redes, la internet y, en general, lo que llamo, para que rime, sociedad o era global, informacional y transformacional (SEGIT).


Innovar es la respuesta adaptativa a un entorno cambiante, en sentido amplio y elemental. Suele decir Castells que no vivimos una época de cambio, sino un cambio de época, esto es, hacia un futuro enteramente distinto –en parte ya aquí pero mal repartido, Gibson dixit. Yo veo otra vuelta de tuerca: no solo es un cambio de época sino que entramos en una época de cambio; no vamos a un nuevo equilibrio estable, sino a una era transformacional, de cambio acelerado, permanente y multidireccional, con implicaciones profundas para la educación.
En el mundo escolar esto se manifiesta en cómo cambian en pocos años el público y el entorno de un centro y el propio centro; en cómo se diversifican por ello los centros, aun siendo en principio iguales (en particular los públicos), incluso vecinos, tanto entre sí como internamente; en cómo cambia el ecosistema de los medios de información, comunicación y aprendizaje que concurren y compiten con la enseñanza. Este contexto en ebullición supone que el educador no puede trasladar sin más lo aprendido en su formación inicial, lo observado en otro contexto o lo practicado con anterioridad a la práctica en curso, sino que precisa innovar, si bien esto consiste básicamente en recombinar elementos de su bagaje profesional, de la experiencia propia y ajena y de ámbitos no escolares. Educar es hoy, y será cada vez más, innovar sobre el terreno, a no confundir ni con inventar desde cero en el nicho ni con la esperada reforma desde arriba.












Pero la innovación, además de ser posible y necesaria, ha de parecerlo, y casi todo conspira para que no lo haga. A diferencia de la gran prensa que pierde lectores, las empresas que luchan por la clientela o los partidos que ven desertar a sus votantes, la escuela tiene un público cautivo, retenido por la obligatoriedad y, antes y más allá de esta, por la delegación familiar de la custodia y el credencialismo del mercado de trabajo. En otras palabras, apenas hay feedback, nada que indique a la institución y la profesión qué poco público tendrían si solo dependiese de su eficacia o su atractivo. Únanse a esto la formación parca del maestro e inespecífica del profesor de secundaria, la ranciedumbre de las facultades de Educación, el aislamiento del trabajo en el aula, la opacidad de los centros y la asfixiante carga paleopolítica del debate educativo y se entenderá tanto conservadurismo y tanta inercia pese a la urgencia y la importancia del cambio. Pero el cambio vendrá: la cuestión es cómo, de dónde, a qué coste (social, cultural e institucional, más que económico) y cuándo (para cuántas cohortes llegará tarde). Un provocativo John Hennesy, presidente de la Universidad de Stanford, de las que menos temen al futuro, dijo: "Se acerca un tsunami. No puedo decir con exactitud cómo va a estallar, pero mi intención es intentar navegarlo, no esperarlo ahí parado."

Sin duda lo que llama con más fuerza a las puertas de la escuela es la tecnología. Infancia, adolescencia y juventud viven ya de forma cotidiana con ella, los empleos que esperan y los que vendrán requieren competencias digitales, las compañías tecnológicas despliegan su oferta y las editoriales escolares renuevan la suya; last but not least, una porción relevante del profesorado capta la necesidad y las oportunidad y apuesta fuerte por la innovación. No son solo aparatos y conductos (hardware), ni datos y algoritmos (software), sino tanto o más las nuevas relaciones de comunicación y aprendizaje que se levantan sobre ellos, opuestas a las viejas relaciones pedagógicas escolares: superación de límites espaciotemporales, adaptación a ritmos y estilos personales de aprendizaje, cooperación irrestricta entre iguales, interactividad incorporada a dispositivos y aplicaciones, retroalimentación inmediata de datos y analíticas sobre el aprendizaje mismo... Un entorno bullicioso y fascinante que hace aparecer a la escuela, parafraseando a Marx, como "la tradición de todas las generaciones muertas [que] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos".














No va a ser fácil, pues innovar en la escuela no es como hacerlo en la agricultura o la industria. La docencia entraña una elevada porción del tipo de conocimiento que Polanyi llamó tácito y Hippel pegajoso. Tácito, o muy difícil de formalizar, lo que impide transmitirlo en una Facultad o con un libro (como montar en bicicleta, algo que todos saben hacer pero no explicar, que todos aprenden sin que nadie estudie). Pegajoso (sticky), porque es difícil separarlo del terreno en que se crea y aplica y se ha de transmitir y adquirir en la colaboración profesional o maestro-aprendiz. Por ello, aunque la presión venga de fuera y actores como universidades, editores, tecnológicas, administraciones y otros deban y puedan aportar, el proceso será de innovación distribuida y difusión horizontal.
La innovación distribuida supone que cada docente, equipo, centro o red de centros harán su propia innovación, aprendiendo unos de otros y ajustando y modificando lo aprendido, en ningún caso importando, trasladando o generalizando fórmulas comunes, llámense buenas prácticas, prácticas de éxito, educación basada en la evidencia o cualquier otro eufemismo. Nótese que no sólo son distintos los contextos y momentos sino también los actores, como lo son las capacidades y limitaciones de cada profesor, equipo, claustro o comunidad. Supone que no vendrá solo del profesor, ni de la dirección, sino de ambos, así como de grupos intermedios o de otros actores implicados y colaboradores presentes en la comunidad y ajenos al núcleo profesional.
La difusión horizontal requiere condiciones hoy muy deterioradas. La primera, un contacto fluido y suficiente entre los educadores, lo que no sucede de un aula a otra ni en el breve recreo. Una visión equivocada de la profesión ha restringido la presencia en el centro a poco más que las horas lectivas, convirtiendo la docencia en un trabajo reducible por todos y reducido por muchos a empleo a tiempo parcial (pagado a tiempo completo), y ha eliminado los tiempos y espacios de contacto no planificado –dinamitando de paso la posibilidad de dedicar más tiempo a los alumnos en riesgo. La solución no es compleja, aunque sí complicada: la jornada (horario y calendario) laboral debe transcurrir en el centro; eso sí, con el equipamiento adecuado y la flexibilidad necesaria, con independencia de que se pueda reducir la carga lectiva. Fuera del centro, administraciones, organizaciones profesionales, empresas proveedoras y otros actores como las fundaciones deben potenciar la horizontalidad a través de encuentros presenciales y redes virtuales.
Es importante considerar que educar no es ya cosa de un docente con un grupo discente, ni siquiera en primaria, donde de un tercio a la mitad del tiempo del alumno no discurre con su maestro-tutor sino con especialistas, apoyos, monitores, cuidadores y otros, sin contar con que cada año o cada dos cambia de profesor principal, ni con bajas y traslados. Fuera de individuos carismáticos, pequeñas variantes y experiencias efímeras, una educación eficaz, un proyecto consistente o un proceso innovador requieren la escala de centro. Y a veces más: redes de centros que permiten ampliar experiencias, distribuir la experimentación y alcanzar economías de escala. También, dentro del centro, se beneficia de la agrupación de aulas y la colaboración entre profesores, como en los bien conocidos proyectos interdisciplinares o en la fusión de grupos con un solo docente en grupos más amplios con equipos de dos o tres. La escala de centro, en fin, ampara mejor la innovación individual, al reducir (y aceptar) el riesgo de error e intensificar el feedback.
Toda organización, como estructura estable al servicio de un fin, tiende a ser conservadora; un centro escolar más, por su función de reproducción cultural, su base en la conscripción obligatoria, la incertidumbre de sus resultados y la asimetría entre profesión y público (a mediados del pasado siglo, P. Mort estimaba para la escuela típica veinticinco años de retraso en la adopción de buenas prácticas ya establecidas). La innovación necesita el impulso y liderazgo de la dirección y la cooperación de los profesores, pero en la escuela pública (dos tercios del alumnado), la primera tiene pocas competencias que no sean administrativas, el claustro vive atomizado y el funcionario puede desentenderse de todo. Estos problemas no existen en los centros privados, lo que, unido a la necesidad de seducir a su público y a la frecuencia con que son parte de redes más amplias, empresariales o religiosas, les dará, guste o no, una ventaja sustancial en los próximos años.

Es justamente la organización lo que ha de cambiar. Lo que cuenta no es el contenido sino las relaciones: entre los alumnos y con los profesores, con contenidos y materiales, con el entorno, la organización de espacio y tiempo... Si se tratara del contenido se resolvería con buenos libros o buenos vídeos. El problema es que los centros son poco más que montones de aulas apiladas y, mientras que estas carecen de futuro (son el residuo de la escuela-fábrica y el profesor-grifo), aquellos, que seguirán y crecerán porque no hay mejor lugar fuera de la familia para los menores, no logran reinventar el suyo. Pero ese es el camino: más escuela y menos aula.

El 25 de Mayo de 1810 no fue un día de fiesta; fue un día de revolución

En el Cabildo se reunieron los “políticos” que estaban contra la corona española: eran los que soñaban con la libertad, la independencia. No solo se trató de un acto rebelde de los criollos, sino que fue el primer paso hacia la emancipación de nuestro continente del imperio español.


Mario Benedetti



El 25 de Mayo de 1810 no fue un día de fiesta; fue un día de revolución. En el Cabildo se reunieron los “políticos” que estaban contra la corona española: eran los que soñaban con la libertad, la independencia. No solo se trató de un acto rebelde de los criollos, sino que fue el primer paso hacia la emancipación de nuestro continente del imperio español.
La Revolución de Mayo, que nació bajo las ideas de la Revolución Francesa, está inconclusa. Los que quedaron en el poder fueron los vendepatria: Mariano Moreno fue envenenado, a San Martín lo exiliaron, Manuel Belgrano falleció en la marginación y la miseria, Bernardo de Monteagudo fue asesinado en un oscuro callejón limeño, Juan José Castelli murió en la cárcel con un cáncer, Artigas quedó desterrado en un rincon del Paraguay…
El 25 de Mayo es el día en que triunfan los partidarios de la emancipación por sobre los que querían seguir a la espera del rey de España. Ese es el día de la Revolución; recién en 1816, el 9 de Julio, se declara la Independencia nuestra … pero las revolución ya estaba retrocediendo, dando lugar al “orden” de estanciero y mercaderes.
Es imprescindible que la vocación democrática ya demostrada por el ideario de la Revolución de Mayo continúe; es preciso seguir construyendo un sujeto independiente, con capacidad de decisión, con autonomía. De eso se trata la libertad: tomar conciencia de nuestra situación, poder ver el contexto más amplio que implica nuestra crisis, luchar por un proyecto de amplia base popular y contenido emancipador.
Cuando se habla de libertad, también se habla de igualdad. Ese es el desafío que tenemos por delante: construir una Patria democrática, libre, inclusiva e igualitaria. No hay libertad sin democracia, no hay libertad sin distribución democrática de la riqueza. La articulación que posibilita la democracia es la que nos permite vivir en libertad y trabajar para lograr la “noble igualdad”. Dos breves textos nos ayudan en este momento y las tareas que nos demanda nuestro compromiso con las causas populares.
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Carta del Che a los argentinos
El 25 de mayo de 1962, con motivo de la Revolución de Mayo, el Comandante ERNESTO CHE GUEVARA nos dejó un mensaje que hoy cobra mas vigencia que nunca. Para tenerlo siempre presente, aquí van algunos fragmentos de sus palabras, dichas en un agasajo del gobierno cubano a un grupo de compañeros argentinos reunidos para conmemorar la fecha patria:
“… si nuestro pueblo aprende bien las lecciones, si no se deja engañar de nuevo, si no se suceden nuevas y pequeñas escaramuzas que lo alejen del objetivo central que debe ser tomar el poder, nada mas ni nada menos que tomar el poder, podrán darse en Argentina condiciones nuevas, las condiciones que en su época representa el 25 de mayo, las condiciones de un cambio total. Solamente que en este momento el colonialismo y el imperialismo, el cambio total significa el paso que nosotros hemos dado, el paso hacia la declaración de la Revolución Socialista y el establecimiento de un poder que se dedique a la construcción del Socialismo … de tal manera que también cae una gran responsabilidad sobre ustedes: la responsabilidad de saber luchar y de saber dirigir a un pueblo que está expresando de todas las maneras concebibles la decisión de destruir las viejas cadenas y de liberarse de las nuevas cadenas con que amenaza amarrarlo el imperialismo. Tomemos pues el ejemplo manido de Mayo, el ejemplo tantas veces distorsionado de Mayo. Pensemos en la unidad indestructible de nuestro continente … pensemos que solo somos una parte de un ejercito que lucha por la liberación en cada pedazo del mundo donde todavía no se ha logrado y aprestémonos a celebrar otro 25 de mayo, ya no en esta tierra generosa sino en la tierra propia y bajo símbolos nuevos, bajo el símbolo de la victoria, bajo el símbolo de la construcción del socialismo, bajo el símbolo del futuro… ”
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Bicentenario de la Revolución de Mayo
Adolfo Pérez Esquivel

En el 2010 el país va a celebrar el Bicentenario de la Revolución de Mayo, ese grito de libertad… el interrogante es para quién: si para una elite de privilegiados o si ese grito de libertad, de nacionalidad, es para todos. Evidentemente, si vemos esto a 200 años, no ha sido para todos, porque los indígenas fueron discriminados y les están quitando las tierras hasta el día de hoy, los están reprimiendo, no les permiten crecer como pueblo, los tienen sometidos y dominados. Lo mismo que hicieron los conquistadores. Entonces uno se pregunta: ¿qué ha pasado en estos 200 años de nacionalidad, de democracia, de democraduras – como dice Eduardo Galeano – que supimos conseguir? ¿Qué es lo que pasa que hay ciudadanos de primera, de segunda, de tercera y de cuarta? ¿De qué democracia estamos hablando?

“Cuando participan, los sectores populares lo hacen con alguna intención”



French y Beruti fueron los dos grandes agitadores de los revolucionarios. Dorrego y Rosas, los primeros caudillos populares. Di Meglio señala que al caer el rey frente a Napoleón, la soberanía vuelve a los pueblos y así surgieron las Juntas en España y en América.

Por Natalia Aruguete y Walter Isaía




–¿Cuándo empieza para usted el proceso revolucionario?
–La revolución comenzó con la crisis de la monarquía española. La invasión francesa en 1808, que capturó al rey Fernando VII e hizo que se generara en España un movimiento de resistencia, porque Napoleón Bonaparte, el invasor, le quitó la corona al rey y se la dio a su hermano, José Bonaparte. Entonces, la idea que se instaló era que la soberanía vino de Dios a los pueblos que forman la monarquía y esos pueblos se la dieron al rey. Y si no había rey, la soberanía volvía a los pueblos. Los españoles que viven en España empezaron a aliarse contra los franceses. Y las ciudades españolas hicieron Juntas, para conservar la soberanía del rey mientras éste no estuviera, que se agruparon en la Junta Central de Sevilla.
–¿Y en América qué pasaba en ese momento?
–En América, la mayor parte del imperio aceptó que esa Junta Central de Sevilla reemplazara al rey, por lo cual, en 1808, prácticamente no cambiaron las cosas. En general, la gente decía: “Queremos que vuelva el rey”. Había un patriotismo hispano muy fuerte. Dos años después, las cosas cambiaron porque el territorio español cayó bajo el dominio francés. Ya no quedaba Junta Central de Sevilla. Era el apogeo de Napoleón, que no parecía algo pasajero, sino catastrófico. En muchas ciudades americanas se hizo lo mismo que en España dos años antes. Y se pensaba: “La soberanía la tiene el rey porque se la dieron los pueblos. Sin rey, la soberanía vuelve a los pueblos”. Cuando llegó la noticia de la caída de España, en algunas ciudades americanas se formaron Juntas: en Caracas en abril de 1810, en Buenos Aires el 25 de mayo, después en Santiago de Chile y en Cartagena y Bogotá, que ahora son Colombia, en parte de México también.


–¿Cuál era el espíritu de esas Juntas?
–Al principio, no eran independentistas, sino autonomistas. Buscaban un autogobierno, que no era incompatible con la monarquía. Con la Revolución se dieron varias cosas. Por un lado, no todos aceptaban el principio juntista y comenzó a haber una guerra –en un comienzo modesta aunque cada vez más compleja– entre los partidarios de las Juntas nuevas y los que seguían siendo leales al Consejo de Regencia español. Si bien el factor que provocó la revolución era el mismo para todos, de acuerdo con las situaciones locales previas, los derroteros posteriores de cada movimiento revolucionario fueron diferentes. En América había muchas tensiones raciales y sociales, que se activaron cuando se produjo la revolución. La americana era una sociedad con muchos conflictos, había tensión entre los indígenas, los dominadores y los esclavos.
–¿Por qué algunos investigadores dicen que no fue efectivamente una revolución lo que se produjo en 1810?
–Antiguamente, los sectores más liberales, e incluso los nacionalistas, pensaban que la revolución fue un intento de los criollos de liberar e independizar a la Argentina, que estaba oprimida por España. Lo cual habla de una conciencia de los criollos de lo nacional, que es la idea de Mitre y que, desde 1870 en adelante, fue retomada hasta el hartazgo por distintos historiadores y volcada en la enseñanza pública: la idea de que los argentinos nos emancipamos. Hoy, las investigaciones demostraron que no existía una conciencia nacional, todos se consideraban americanos. Las identidades nacionales se crearon luego de 1810, en buena medida durante la guerra de la Independencia, con nuevos agrupamientos y con lo que luego fueron las naciones hispanoamericanas. Desde la izquierda, que nunca fue muy influyente en la Argentina, algunos discutieron si fue una revolución burguesa y otros directamente negaron cualquier hecho revolucionario. Yo creo que fue una revolución porque hubo una transformación muy fuerte. Si uno se ubica en 1810 y luego en 1820, que es cuando termina la guerra de Independencia, se ven algunos cambios muy fuertes.
–¿Como cuáles?
–Cambiaron las razones por las cuales se manda y se obedece. Ya no se es súbdito de un rey, el pueblo manda a través de sus representantes.
–Además porque diez años era un lapso muy corto para aquel momento.
–Fue muy rápido y no había demasiados antecedentes; el más cercano era el de Estados Unidos, que se había hecho república unos años antes. América era vista como una regeneración de Europa, como la tierra de la libertad. Mientras que Europa aparecía como algo atrasado. El otro cambio fundamental fue económico. Toda la economía consistía en alimentar ese centro minero del Alto Perú, sobre todo Potosí, y exportar plata. En Buenos Aires, el 80 por ciento de la exportación en la época colonial era plata. Con la guerra, Potosí quedó del lado realista y la economía se transformó notablemente. Se pasó a la exportación de bienes primarios, lo que después fue agrícola-ganadero, que en ese momento era sólo ganadero. Eso supuso un cambio grande en la cúspide social, si los grandes comerciantes habían sido la clase dominante en el período colonial, a partir de allí se abría la puerta para que lo fueran los terratenientes, que en el período colonial eran un sector intermedio. El otro punto revolucionario es el final de las desigualdades sociales y raciales legales, salvo la esclavitud.


–¿Sólo en términos legales?
–Las diferencias sociales y raciales siguen hasta la actualidad, pero entonces dejaron de ser legales. A partir de la revolución, todos somos iguales ante la ley. Así como en España, la sangre de los judíos o los moros “no era limpia”, en América, el que no tenía sólo sangre española o india tampoco era puro. Los indios también eran considerados puros, inferiores pero puros. Las mezclas eran castas y éstas eran legalmente inferiores: no podían usar armas ni hacer apuestas de ningún tipo. La revolución rompió con eso, no de hecho, pero sí de derecho. La libertad de vientre hizo que la esclavitud empezara a caer como institución. Aunque se terminó recién con la Constitución nacional de 1853. El otro punto que para mí la hace una revolución es que fue vivida por todas las clases sociales de ese momento como un antes y un después, ellos decían que fue una revolución. Y en la historia lo determinante es la experiencia humana.
–¿A qué se refiere usted cuando habla de “bajo pueblo”?
–Esa sociedad que hizo la revolución estaba fuertemente dividida. Una división muy grosera y amplia era entre gente decente, que tenía respetabilidad y dinero, y la plebe o el bajo pueblo, que no eran respetados por su color de piel. Ser blanco era ser considerado blanco por los demás, no hacía falta serlo realmente, porque no había forma de medirlo. De hecho, Rivadavia era bastante moreno. En distintos lugares de América, había gente que nacía de color y moría blanca: cambiaba de lugar, conseguía dinero y compraba su blanquitud.
–¿Cómo estaba conformado el bajo pueblo?
–Era un sector muy amplio de gente que tenía las ocupaciones más pobres: jornaleros, peones, lavanderas, planchadoras, los que trabajaban en el matadero, los que bajaban de buscar agua y los que, en los actos escolares, aparecen vendiendo mazamorra. Además de ser el piso social, tenían muchas diferencias entre sí, era un conglomerado muy heterogéneo que los de arriba aglutinaban en la plebe.





–¿Cómo surge ese nombre?
–Es un término que existía en la época para diferenciar. Pueblo era una palabra polisémica. Quería decir ciudad y también se refería a los que viven en esa ciudad. A veces incluía a los vecinos, que tenían cierta respetabilidad social, y otras incluía a todos. Todas esas acepciones estaban en el diccionario de esa época. Encontré un caso de gente gritando “Viva el bajo pueblo”. Fue la única vez que encontré a alguien autoproclamándose con una identidad popular. Es muy difícil encontrar que ellos mismos se llamen de alguna manera.
–¿En qué circunstancias se dio eso?
–En unas elecciones, después de la revolución, entre federales y unitarios. En ese momento gobernaba Dorrego. Sus enemigos le decían el tribuno de la plebe y sus seguidores, el padre de los pobres. Dorrego había aprendido a hacerse un capital político popular, escuchaba los reclamos populares y, cuando fue diputado, los llevó a la Legislatura. Los federales eran vistos como populares y los unitarios como aristócratas. En esas elecciones, los seguidores de Dorrego gritaban: “Viva el bajo pueblo, mueran los de casaca y levita”, que eran las prendas de la elite. En Buenos Aires, era muy barato comer en esa época, pero era muy caro vestirse. De allí la idea del descamisado, el que no tiene camisa, porque se le rompió o porque la fue arreglando y quedó hecha jirones.
–¿Qué rol tuvo el bajo pueblo en la revolución?
–Cuando se estudia estos períodos se sigue poniendo el énfasis en los grandes personajes, San Martín, Moreno, Saavedra, Belgrano, que sin dudas fueron los líderes del proceso. Pero si sólo se los sigue a ellos, uno se queda con una mirada sesgada de la historia. En la revolución rioplatense, si no se estudia la participación del bajo pueblo no se entiende la revolución, porque participaron activamente. Tal vez de manera subordinada, pero no por eso menos importante.
–¿Hay algún antecedente de la participación de esos sectores?
–Sí. Con las invasiones inglesas se habían formado milicias voluntarias en las cuales ingresó mucha gente del bajo pueblo. Consiguieron un trabajo, que fue convertirse en milicianos, no en militares. Era gente que defendía la ciudad y tenía una paga por eso. Allí comenzó a activarse la participación en la cosa pública, aunque no necesariamente política. Cuando llegó la revolución a Buenos Aires había una experiencia previa, que facilitó que estos sectores se politizaran rápidamente.
–¿Qué rasgos tiene ese proceso de politización?
–Era una época muy compleja. No había dos grupos que se fueron reproduciendo, sino que fueron surgiendo nuevos. A veces se simplifica diciendo que el origen de los problemas argentinos estaba dado por la división entre el grupo de Moreno, que seguía un cambio más radical y transformador, y el grupo de Saavedra, que era revolucionario pero quería básicamente un cambio de gobierno. Esa división duró dos años, después hubo otros grupos que entraron en acción. Esa división tenía un gran problema.
–¿Cómo se dirimió ese problema?
–No había reglas claras de competencia. En una revolución no hay elecciones. Sobre todo, no había lo de antes: si un grupo tenía un problema con otro acudían a España, que era la metrópolis imperial y dirimía qué grupo tenía razón. Como no había más imperio, no había manera de decidir quién ganaba. Esa ruptura hizo que se empezara a buscar capital político hacia abajo, para definir un conflicto. Y eso era básicamente movilización. La calle. Eso les dio entrada abierta a los sectores populares para participar en la política de manera decisiva.
–¿Es posible ubicar algún momento que diera comienzo a esa participación?
–El más famoso fue el 5 de abril de 1811, cuando el sector saavedrista logró movilizar a los que llamaba “los hombres de poncho y chiripá”, que vivían en los suburbios de Buenos Aires, para echar a los morenistas. Fueron a la Plaza de la Victoria –hoy Plaza de Mayo– y pidieron “que se vayan”. En realidad no fueron sólo a eso. Los sectores populares, cuando participan, tienen una intención, no van como ovejas porque alguien los llamó. En el petitorio, echar a los morenistas aparecía recién en quinto lugar. El punto número uno dice: “Queremos que se eche a todos los españoles de la ciudad”.

–¿Por qué estaban contra los españoles?
–El bajo pueblo era antiespañol, a diferencia de la clase alta que estaba muy ligada a los españoles, porque eran familiares y por otras conexiones muy concretas. En cambio, en el sector popular había mucho resentimiento con los españoles, porque siempre habían tenido ventajas de todo tipo: comerciales, laborales, matrimonial. Ese resentimiento se politizó con la revolución.
–¿Es posible establecer momentos en los que esta participación popular haya sido más alta?
–1811 y 1812 son años muy fuertes. Con la guerra había mucha efervescencia. Por ejemplo, en diciembre de 1811 hubo un motín de los Patricios, que pedían que se los tratara como milicianos y no como soldados, es decir que les mantuvieran sus derechos como gente de la ciudad. Los mataron, pero fue un levantamiento protagonizado por gente popular, no intervinieron miembros de la elite.
–Es decir que se definió con las armas.
–Sí. En 1819 hubo algunos levantamientos de la milicia negra, integrada por negros y pardos, pidiendo lo mismo: “Que nos traten como ciudadanos y no nos manden a pelear afuera, porque nosotros somos de la ciudad”. En ese caso no se definió de manera armada. Hubo una negociación y los desarmaron, pero ellos se levantaron con las armas en la mano. En 1812, hubo varios momentos de convulsión. A Rivadavia, que era secretario del Triunvirato, lo persiguieron en la calle y lo zarandearon pidiéndole que tuviera mano dura contra los enemigos de la revolución. Ese fue el momento de mayor efervescencia colectiva. En los cambios de gobierno de 1815, 1819 y 1820 hubo mucha participación popular. Eso impidió que la elite lograra consensuar un orden, porque había una activación previa. Rosas fue quien entendió esto mejor que nadie.
–¿Por qué?
–En 1829 le dijo a un enviado diplomático uruguayo que él era un hombre de orden, pero que se había dado cuenta de que no se podía gobernar en el Río de la Plata sin tener una ascendencia popular. Por eso se convirtió en un tribuno, una persona que se relacionaba mucho con los sectores más bajos. De hecho, fue el único que logró controlar esa movilización.
–Entre 1810 y 1820, usted menciona varias fechas pero no hace referencia a 1816, ¿cómo se inserta ese año en el proceso revolucionario?
–1816 no es un momento de mucha importancia en Buenos Aires, aunque sí para el conjunto, porque se declaró la Independencia. Entre 1810 y 1815 se dio el momento más radical de la revolución. Dicho en términos muy simplificados, en 1811 hubo un intento de moderar las cosas cuando triunfaron los saavedristas. Pero en 1812, los seguidores de Moreno, que ya había muerto, dirigidos por Bernardo de Monteagudo –el más radical de los revolucionarios locales—, formaron la Sociedad Patriótica, un grupo que quería muchos cambios. Se juntaron con un grupo de oficiales que venía de pelear contra Napoleón en España, entre los que estaban San Martín y Alvear, y crearon la Logia Lautaro.
–¿Cuáles eran los rasgos centrales de la Logia Lautaro?
–Era un club secreto, de tipo masónico. No se sabía qué discutían porque no dejaban constancia. Formaron un movimiento que pedía que cayera el gobierno, que de hecho cayó, y se creó al Segundo Triunvirato. Entre octubre de 1812, que subió el Segundo Triunvirato, hasta abril de 1815, fue el período en el que la Logia Lautaro dirigió la revolución. Ese grupo, que tomaba las medidas más radicales hasta ese momento, no promovió ningún tipo de movilización popular. Como ellos conocían la experiencia francesa y querían evitar la agitación popular, decían que hacían “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Moreno también tenía la idea de que una minoría tenía que gobernar, porque sabía lo que les convenía a los demás. Era una idea de vanguardia revolucionaria. Esa elite, que dirigió la revolución durante los años ’12, ’13 y ’14, tomó las medidas más radicales. La Asamblea del año ‘13 decidió que no hubiera más títulos de nobleza, ni más Inquisición ni más tortura legal y que hubiera libertad de vientre. Todo el mundo esperaba que declarara la Independencia y se redactara una Constitución. Pero lo que sucedió ese año no puede tomarse en forma aislada.


–¿En qué sentido?
–Ese año sucedió algo que parecía increíble: Napoleón empezó a perder. Y los revolucionarios locales propusieron pelear y ver qué pasa. Además, en 1814, el rey Fernando VII volvió al trono. Pero el rey no negociaba nada, quería obediencia total. Los contrarrevolucionarios empezaron a ganar en toda América. El único territorio que quedaba libre en 1815 era el Río de la Plata. Era una revolución dividida en dos y aislada. En Europa era el momento de la restauración. Se restituyeron las monarquías absolutas. Fue por un breve tiempo, pero nadie sabía qué iba a suceder. Aquí hubo muertos, exiliados, confiscación de bienes. El sector que dirigía la revolución cayó por el descontento que se vivía en todos lados. Había una crisis general y se reorganizaron con un Congreso en Tucumán.
–¿Por qué en Tucumán?
–Para limar algunas asperezas. El grupo que dirigió ese Congreso era más conservador del que había dirigido la revolución, pero no le quedó otro remedio que declarar la Independencia. Aunque, al día siguiente, sacó un comunicado que decía: “Fin de la revolución, principio del orden”.
–¿Qué rol jugó el bajo pueblo en la guerra de la Independencia?
–El bajo pueblo sufrió mucho con la guerra de Independencia. Al principio hubo mucho entusiasmo con la revolución, pero, con el correr del tiempo, la guerra se complejizó. Los integrantes de la Logia Lautaro, militares profesionales, sabían que la guerra requería una movilización masiva. E hicieron un reclutamiento forzoso –a la gente la agarraban en la calle para pelear– y eso los debilitó. Eran campañas larguísimas. Ir a pelear al Alto Perú significaba ir caminando de acá hasta Bolivia. Hubo un regimiento de negros que luchó en Lima; se fueron en 1815 y volvieron en 1825. Y las mujeres quedaban a cargo de los hogares, del trabajo, se les morían sus maridos, sus hijos.
–¿Hay algún personaje de esa movilización popular que se haya institucionalizado?
–Hay un par. El sargento Cabral, que murió en la batalla de San Lorenzo, era negro mestizo y correntino. Falucho, que tiene un monumento en Buenos Aires, era un negro que no quiso entregar la bandera. Pero es difícil reconstruir la historia de esa gente, porque no dejó testimonio escrito. Lo que hay es gente que construyó su historia política en interacción con sectores populares.
–¿Como quiénes?
–French y Beruti eran agitadores. Cuando firman el petitorio pidiendo que hubiera una Junta, cada uno firma “por mí y por 600 más”. Dorrego fue el primer gran político popular de Buenos Aires y, más tarde, Rosas.
–¿Por qué se marca el año ’20 como el fin de la revolución?
–En 1820 terminó la guerra y cayó el poder central, que había tenido sede en Buenos Aires. Quedaron provincias sin conexión legal. Usamos esa fecha porque comenzó el proceso de constitución de un país. Y porque muchas cosas que se discutieron durante la revolución –si independencia sí o no, si monarquía o república–, en 1820 estaban definidas. En el ’20 se discutía si el país sería unitario o federal, no republicano. Ya era una república. Y los cambios que se dieron se tornaron irreversibles.
–¿Qué situaciones, en términos políticos y económicos, ya eran irreversibles?
–La actividad económica pasó a ser la tierra, sobre todo, la explotación ganadera en el Litoral y el interior hacía lo que podía. Había libre cambio con Inglaterra y con cualquiera que quisiera comerciar. El comercio pasó a manos de los ingleses, a partir de entonces. Los terratenientes eran el nuevo grupo peligroso de la provincia de Buenos Aires. Y las elites, de a poco, fueron reconstruyendo el orden.


Gabriel Di Meglio parece contener en su discurso cientos de anécdotas, conceptos, reflexiones y análisis históricos, que se disparan velozmente ante cada pregunta y develan nuevos caminos a recorrer.
Es historiador y doctor por la Universidad de Buenos Aires, donde dicta clases de Historia Argentina. Como investigador del Conicet, estudia la participación popular en la política de Buenos Aires de la primera mitad del siglo XIX. Empezó con la Revolución de Mayo y ahora indaga la movilización popular de la década de 1850. “Cuando participan, los sectores populares tienen alguna intención. No van como ovejas porque alguien los lleva”, advierte Di Meglio, después de constatarlo con años de investigación.
Publicó numerosos artículos y libros sobre esta temática, como ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo (2006); ¡Mueran los salvajes unitarios! La Mazorca y la política en tiempos de Rosas (2007); Buenos Aires tiene historia. Once itinerarios guiados por la ciudad (2008) y El libro del Bicentenario, para chicos (2009).
Di Meglio participó además en varios ciclos de Historia de Canal Encuentro. Actualmente, conduce el ciclo Bio.ar y es guionista de La asombrosa excursión de Zamba en el Cabildo, dibujo animado sobre la Revolución de Mayo.

Martí, el "héroe nacional de Cuba"


José Julián Martí Pérez, el “Héroe Nacional de Cuba”, pensador, periodista y poeta cubano, revolucionario de la independencia contra España, nació en La Habana, un 28 de enero de 1853. Hijo de un valenciano y una canariense, alimentó su espíritu de indignación y lucha tempranamente, tras acompañar a su padre en una visita a la zona de Hanábana, en la provincia de Matanzas, cuando conoció los horrores de la esclavitud.

Excelente estudiante desde muy pequeño, ingresó al bachillerato en 1866, gracias a su querido maestro Rafael María de Mendive, quien le costeó los estudios. Pero pronto, comenzaría quizás la más importante fuente de enseñanzas para Martí: la primera guerra independentista de Cuba, comenzada en octubre de 1868. Martí apenas tenía 15 años y se nutrió entonces de fuertes concepciones emancipadoras, que pudo volcar luego en algunos poemas, como “Abdala” o “Diez de octubre”.



Un año más tarde, un batallón de voluntarios lo detuvo y acusó de escribir una carta dirigida a un conocido, quien se había alistado en el ejército realista, a quien Martí le dedicaba duras palabras. Esto le valió la detención, primera condena a seis años, y posterior perdón de la pena a cambio de la deportación a España.

Llegado a Madrid a comienzos de 1871, Martí se conectó con los ambientes republicanos de España, que pronto iniciarían decisivas luchas para instaurar la Primera República Española. En aquellos años, Martí se licenció en Derecho y Filosofía, antes de regresar a América. México, Estados Unidos y Guatemala fueron algunos de sus próximos destinos. Comenzó a trabajar como periodista y profesor universitario, en tanto conoció a Carmen Zayas Bazán, con quien se casó en 1877. Pronto nacería su hijo Ismaelillo. 

De regreso a Cuba, comenzó a conspirar para lograr la independencia de la isla, previo al inicio de una segunda revuelta anticolonial. Por entonces, mientras trabajaba como pasante de un abogado, Martí asistía a mitines secretos, pronunciaba discursos encendidos y presidía círculos revolucionarios. La “Guerra chiquita”, como se le llamó al segundo importante intento independentista cubano, fracasó rápidamente y José Martí fue nuevamente deportado a España. Pero lograría escapar y pronto llegaría a Estados Unidos, país en que residiría, salvo una estadía de algunos meses en Venezuela, por cinco largos años.


En los años previos al inicio de la tercera y decisiva guerra por la independencia de Cuba, de 1895, Martí escribió numerosos artículos y poemas, muchos de los cuales fueron publicados en periódicos de distintos países americanos, entre ellos, el diario argentino La Nación. En tanto, reinició los preparativos revolucionarios, a sabiendas de que luchaba no sólo por Cuba, sino por una “ancha patria continental”, a la cual acechaba el expansionismo norteamericano. Martí sabía que, mientras Cuba se acercaba a su primera independencia, los países hermanos debían luchar por la segunda.

Martí fue fundador en 1892 del Partido Revolucionario Cubano, que no era precisamente un partido electoral, y de su órgano de difusión Patria y, en contacto con muchos luchadores de las guerras anteriores -como el militar Máximo Gómez-, sentó las bases del nuevo alzamiento popular. El Plan de la Fernandina preparado y financiado por el PRC fracasó al enterarse las autoridades estadounidenses del mismo y prohibir la partida de la flotilla revolucionaria. Pero el proyecto siguió adelante. El ejército mambí, repleto de campesinos macheteros, comenzó finalmente la guerra el 24 de febrero de 1895.
Martí y 400 expedicionarios más llegaron a la isla el 11 de abril, desembarcando en Playita de Cajobabo, al sudeste de Cuba. Designado Mayor General del Ejército Libertador, en sintonía con los otros generales, Gómez y Antonio Maceo, Martí fue alcanzado por tres disparos en un inesperado encuentro con tropas realistas. No pudo presenciar el final de una guerra victoriosa, a la que sin embargo le faltaría -como creía para el resto del continente- una “segunda independencia”.


Fuente: José Martí, Nuestra América, La Habana, Editorial Trópico, 1953.
"La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas."