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El granadero que defendió a Illia

Por Andrés Bufali 

En 1963, el radicalismo había ganado la elección presidencial con sólo el 25,1% de los votos. El peronismo había sido proscripto una vez más y tuvo que votar en blanco. Si le hubiera dado su caudal a cualquiera de los dos candidatos opositores a Illia, que eran Pedro Eugenio Aramburu y Oscar Alende, el radicalismo no hubiera triunfado. Illia llegó así a la presidencia de la Nación con una posición política tan endeble como la que había tenido Frondizi cinco años atrás. Su única esperanza provenía del Ejército, que había prometido no dificultar su gobierno. Onganía, el comandante en jefe, quería fuerzas armadas profesionales, no políticas; para eso había peleado como "azul" (nacionalista) contra "los colorados" y la Armada, las dos facciones liberales que querían gobernar contra los políticos y, especialmente, contra el peronismo.

El radicalismo desechó el apoyo que le ofrecieron Aramburu, Alende y el peronismo. Quería gobernar solo. Planeaba también, de a poco, reincorporar oficiales "colorados" retirados o dados de baja, con quienes tenía contacto fluido desde la presidencia de Frondizi. Pero Onganía no admitiría la reincorporación de sus rivales en el Ejército, y no permitiría la política en las filas militares.


                                          A fines de 1965 renunció el coronel Avalos, secretario de Guerra. Facundo Suárez, el ministro de Defensa, le propuso a Onganía la designación del general Castro Sánchez. Onganía no la aceptó y renunció. Lo reemplazó el general Pascual Pistarini. El general Julio Alsogaray (hermano de Alvaro y padre de un futuro guerrillero), apenas asumió Pistarini, le pidió a un conocido periodista que preparara el primer decreto que sancionaría la Junta Militar cuando se derrocara al gobierno constitucional.

El doctor Arturo Illia, derrocado por un golpe militar, abandona la Casa de Gobierno el 28 de junio de 1966
El doctor Arturo Illia, derrocado por un golpe militar, abandona la Casa de Gobierno el 28 de junio de 1966.Foto:Archivo

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El lunes 13 de febrero de 1826, los porteños se quedan con la boca abierta ante una espectral aparición. Llegan, diezmados y en harapos, los granaderos de San Martín, los que han liberado toda la América del Sur, los que han combatido en 110 batallas, los que han sufrido hambre, frío, sed, miedo y pesadillas. Nadie ha ido a esperarlos. No hay una formación especial que salude a los héroes. El regimiento quedará en el olvido hasta 1903, cuando se dispuso su nueva creación, ordenándose que sus granaderos debían tomar la derecha en todas las formaciones del Ejército argentino y ser la custodia de todos los presidentes.
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                                    Llega el fatídico lunes 27 de junio de 1966. Poco antes de las 20, los comunicados militares inundaron las radios y los canales. En la mañana de ese lunes comenzó el golpe a Illia. El general Mario Fonseca le informó al jefe de la Policía Federal que estaba relevado de su cargo. Los militares se apoderaron de los medios de comunicación. El próximo objetivo era la Casa Rosada. El ministro de Defensa, general Castro Sánchez, le informó al presidente de la Nación que no contaba con fuerzas leales. Y las tropas del Ejército avanzaron para ocupar la Casa de Gobierno.
El día del golpe, el jefe de guardia en la Casa Rosada era el teniente granadero Aliberto Rodrigáñez Ricchieri, un hombre de baja estatura. Tenía entonces 24 años, era soltero y su pasión era la música clásica, que oía frecuentemente en el Teatro Colón. Su tatarabuelo paterno había integrado el Ejército de los Andes y murió en acción, siendo su caballo el único que regresó vivo de los miles que salieron desde Mendoza y cruzaron la cordillera; por la rama materna, estaba emparentado con el teniente general Pablo Ricchieri, nacido en San Lorenzo, que fue ministro de Guerra de Julio Argentino Roca, artífice de la organización del Ejército y el hombre que hizo recrear el Regimiento de Granaderos, en mayo de 1903.
Cuando Rodrigáñez Ricchieri advirtió que había tropas del Ejército que se le venían encima. Tenía apenas treinta granaderos armados con sable corvo, fusiles y dos ametralladoras, pero no vaciló. Hizo colocar las ametralladoras en posición y ordenó cerrar las puertas de la Casa de Gobierno. También le avisó al jefe de la tropa que avanzaba que abriría el fuego si no se detenía. Los sitiadores se miraron entre sí. Uno dijo: "¡Ese teniente de Granaderos está loco! ¡Treinta hombres contra todo el Ejército!"
El general Alsogaray telefoneó al coronel Marcelo de Elía, el jefe de Granaderos, que era amigo suyo y había compartido con él cuatro años de prisión en el penal de Rawson por decisión de Perón. El coronel le dijo al general que tenía razón, que el teniente estaba loco, pero que también estaba cumpliendo con su deber, con la tradición del regimiento, y que iba a defender al presidente de la Nación hasta el último cartucho y luego con los sables. Aún más: le aclaró que aunque la resistencia fuera inútil, no sólo no iba a ordenarle al teniente que se rindiera, sino que también él mismo, el propio coronel, marcharía en auxilio del teniente apenas sonara el primer disparo. Alsogaray se quedó mudo. Sabía que ordenar el ataque sería una masacre de granaderos y civiles que resultaría contraproducente. Entonces ordenó suspender las operaciones.

Dentro de la Casa Rosada, en tanto, el brigadier Pío Otero, jefe de la Casa Militar de la Presidencia de la Nación, intentó convencer al doctor Illia de que renunciara. Le señaló que igual sería tomada la sede gubernamental, pero con treinta muertos. El presidente radical sólo aceptó que se fuera el personal administrativo. Otero habló con el general Alsogaray. Le pidió que por nada se contestara con fuego a un balazo que saliera de la Casa Rosada, que él intentaría convencer a otros personajes radicales de que hicieran razonar a Illia. Cuando Otero volvió, Ricardo Balbín y Carlos Perette ya no estaban. Alrededor del Presidente, jóvenes radicales habían llenado su despacho. De pronto, Illia fue hacia el dormitorio presidencial. Todos coincidieron en un pensamiento: "¡Como Alem, se va a pegar un tiro!" Con emoción, comenzaron a cantar el Himno. Illia le pidió su arma al edecán militar, pero éste se la negó y le dijo: "Señor, mi primer deber es interponerme entre el presidente de la Nación y la muerte.
El general Alsogaray, descendiente de un héroe de la Vuelta de Obligado, sintió que el Ejército se estaba hundiendo en el ridículo. Y le dijo al brigadier Otero que iría personalmente a pedirle la renuncia a Illia. Otero le hizo notar que eso era peligroso, que muchos jóvenes radicales estaban armados. Alsogaray replicó que era un riesgo que debía afrontar. Antes de entrar al despacho presidencial, le ordenó la rendición al teniente Rodrigáñez Ricchieri. Este respondió: "Lo siento, mi general. Mi obligación es defender al presidente de la Nación." Alsogaray entró en el despacho presidencial y le exigió la renuncia al Presidente. Illia no le contestó y el general se retiró. Tras mucho hablar, el brigadier Otero logró al fin convencer al Presidente de que relevara a los granaderos de la suicida misión de defenderlo. Illia aceptó. Otero se apresuró a comunicarle la decisión a Rodrigáñez Ricchieri. Luego, informó al general Alsogaray que no habría resistencia militar.
A la madrugada del 28 de junio de 1966, el coronel Luis César Perlinger -que en la década siguiente asesoraría a guerrilleros y sufriría prisión por ello- fue elegido para dirigir la evacuación de la Casa Rosada. Integrantes de la Guardia de Infantería recibieron la orden de desalojar, pero sin tocar al Presidente, que no había renunciado. Esos policías rodearon a los jóvenes radicales que habían hecho un cerco alrededor de Illia, y los fueron llevando hacia la salida.
Illia despreció el coche presidencial y también rechazó un auto oficial. A cambio, detuvo un taxi que pasaba. Tanto su conductor como todos los que miraban la escena se quedaron estupefactos. El presidente constitucional recién derrocado subió al taxi y desapareció entre las sombras de esa triste madrugada.
Años después, muchos de los argentinos que no defendieron a Illia en aquel crucial momento tiraron flores y lloraron ante el paso de su cortejo. En 1988, Rodrigáñez Richieri pidió el retiro siendo coronel del Ejército y un eximio ejecutante de violín.
El último libro del autor es Secretos presidenciales.

La Noche de los Bastones Largos

El 29 de julio de 1966, la Policía Federal Argentina irrumpió en varias facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y desalojó las instalaciones en las que se encontraban autoridades, docentes y alumnos que resistían la decisión del gobierno militar de intervenir las universidades y anular el régimen de cogobierno. Esa noche es recordada como la «Noche de los Bastones Largos». 

Bastones Largos
Los hechos más recordados se desarrollaron en el edificio de la calle Perú al 222 —en la histórica Manzana de las Luces—, que en ese momento ocupaba la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. También hubo represión en otros sitios, como la Facultad de Filosofía y Letras —en su antigua sede de Independencia 3065—, y la Facultad de Arquitectura, en ese momento con dependencias en el predio del actual Centro Municipal de Exposiciones de la Avenida Figueroa Alcorta. 

Un poco de historia

Para poner las cosas en contexto, es importante recordar que la universidad argentina se constituyó como formadora de las elites gobernantes. La Reforma Universitaria de 1918, ocurrida en la Universidad de Córdoba y luego extendida al resto del sistema universitario, generó un movimiento que impulsó grandes adelantos, como por ejemplo: 
  • que se concursaran periódicamente los cargos de profesor, que hasta ese momento eran vitalicios, 
  • la separación definitiva de la Iglesia y la universidad, 
  • la participación estudiantil en el gobierno universitario.  
Este proceso, surgido en épocas de la presidencia de Hipólito Yrigoyen, buscaba facilitar el acceso de los sectores medios a la educación universitaria.

La llegada del peronismo al poder, en 1946, favoreció el surgimiento, en el sistema educativo universitario, de los primeros atisbos de una educación superior masificada. En 1949 se estableció la gratuidad de los estudios universitarios mediante la supresión de todos los aranceles, lo que derivó en que en una década se triplicara la matrícula universitaria.

En 1955, la autodenominada Revolución Libertadora derrocó al gobierno constitucional y determinó un nuevo marco jurídico para las universidades, que permitió implantar la autonomía y el cogobierno. La UBA aprobó su Estatuto Universitario en el año 1958, estatuto que rigió hasta la Noche de los Bastones Largos en lo que se conoce como «la época reformista» de la universidad. Mucho se ha escrito sobre esta década, también conocida como la época de oro

Bastones Largos Policías y detenidos

Esos fueron tiempos signados por una gran conflictividad, con el peronismo proscrito, en los que la UBA desarrolló proyectos como la editorial Eudeba, con libros a precios populares; impulsó la extensión universitaria, con el proyecto de la Isla Maciel; la creación de la Ciudad Universitaria, el Instituto de Cálculo, la incorporación de la computadora «Clementina», el 
curso de ingreso por circuito cerrado de televisión y un proyecto de universidad crítica, reflexiva y donde la investigación fue parte esencial de la actividad de los docentes con dedicación exclusiva. 
Este proceso se dio en un marco nacional de creciente politización de la universidad, lo que implicó que los sectores reaccionarios y conservadores estuvieran al acecho para tratar de volver al sistema conservador anterior, ceñido a un modelo productivo primario agroexportador, que no demandaba ciencia y tecnología para el desarrollo industrial. 

La larga noche

El 28 de junio de 1966, la Revolución Argentina, encabezada por el general Juan Carlos Onganía, derrocó al presidente Arturo Illia. Esa noche, las autoridades de la UBA emitieron una declaración en la que se hacía «un llamado a los claustros universitarios en el sentido de que se siga defendiendo como hasta ahora la Autonomía Universitaria (…) y que se comprometan a mantener vivo el espíritu que haga posible el restablecimiento de la Democracia». Ese mismo día, más de 240 docentes de la Facultad de Ciencias Exactas firmaron una declaración donde manifiestan su «irrevocable decisión de no reconocer otras autoridades de Facultad y de la Universidad de Buenos Aires, que las que legítimamente emanan del cumplimiento del Estatuto Universitario, así como de las leyes y de la Constitución Nacional», y donde se comprometían a «retirar toda colaboración a las personas que ilegítimamente se arroguen tal autoridad en la Universidad, haciendo abandono definitivo de nuestras tareas docentes y de investigación en la Facultad».

Declaración Noche de los Bastones Largos

Un mes después del golpe de Estado, el 29 de julio de 1966, el gobierno de facto sancionó la Ley N.º 16.912 de intervención de las universidades. El decano de Exactas, Rolando García, se reunió primeramente en el Rectorado y, a las 21.30, ingresó en las instalaciones de Perú 222, donde había unas 300 personas. 

Se realizó una reunión del Consejo Directivo y se decidió no aceptar la intervención. Sin comunicación oficial previa, el personal policial ingresó en la Facultad y García le manifestó al oficial a cargo del operativo que él era la autoridad. Como toda respuesta, recibió un golpe con un bastón, que le rompió un dedo cuando intentó protegerse la cabeza. Todo esto se relata con detalle en la denuncia judicial que el decano García realizó en los días sucesivos. No es casual que la persecución se ensañara con esa facultad, líder en las políticas progresistas que se impulsaron en esos años, y en la figura de su decano, impulsor y emblema de ellas.


Como ha dicho Rolando García, «es una simplificación equivocada pensar que durante aquella oportunidad había un grupo de policías que quería romper cabezas. No, eran policías que, instigados por civiles e incluso por universitarios, intentaron —y lograron— romper el escenario». El 70 % de los docentes-investigadores de Exactas renunció y muchos emigraron al exterior. Esto, sumado a la nueva purga de la misión Ivanisevich-Ottalagano en 1974 y a la sangrienta dictadura militar de 1976, generó casi dos décadas de decadencia, que comenzaron a revertirse lentamente desde el retorno a la democracia en 1983.


Jorge Aliaga es decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). 

Fuente imágenes: Dosier conmemorativo de la revista EXACTAmente, 35.º edición, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Buenos Aires, 2006.