Myrna Torres, de 87 años, que
acaba de visitar el país, conoció en Guatemala a quien en ese momento era “un
joven aventurero” y luego sería el símbolo de la Revolución.
Myrna Torres, de 87 años, que
acaba de visitar el país, conoció en Guatemala a quien en ese momento era “un
joven aventurero” y luego sería el símbolo de la Revolución.Myrna Torres, de 87
años, que acaba de visitar el país, conoció en
Guatemala a quien en ese momento era “un joven aventurero” y luego sería el
símbolo de la Revolución.
El Che llegó a Guatemala el 24 de
diciembre 1954 en compañía de Gualo
García, un estudiante platense al que conoció en Guayaquil y que lo había
convencido de viajar a Guatemala para atestiguar de primera mano la experiencia
inusitada de un presidente centroamericano, Jacobo Arbenz, elegido
democráticamente, que se había atrevido a incautar tierras incultas de la
American Fruit Co. norteamericana, “dueña” de gran parte del comercio de frutas
en Centroamérica. Guevara aprobó la propuesta y se separó de su hasta allí compañero, Calica Ferrer, quien siguió el camino prefijado
hacia Venezuela.
Meses antes, el Che había
regresado a Argentina para rendir las últimas materias de la carrera de médico,
decidido a ocuparse de los enfermos de lepra. Ese había sido el motivo de su
primer viaje en compañía de Alberto Granado, llevado al cine por Walter Salles
en Diarios de motocicleta, cuando recorrieron varios leprosarios sudamericanos.
Ya en Guatemala, cuenta Myrna
Torres, adonde llegaron luego de variadas peripecias, los dos jóvenes
aventureros argentinos (eso es lo que era entonces el futuro Che) tres días
después de llegados, el 27, fecha que la Torres recuerda con indisimulable emoción,
concurrieron al Infop, Instituto de Fomento de la Productividad, con una carta
de recomendación para su director, el licenciado Núñez Aguilar, quien había
estudiado en Argentina.
Recibidos con amabilidad, fueron
encargados a una economista peruana exiliada en Guatemala, Hilda Gadea,
militante del Apra de Haya de la Torre, enfrentado con el siniestro dictador
Odría. Gadea les hizo conocer el funcionamiento de la institución y fue
presentándoles a varios de sus integrantes.
Es aquí cuando entra en escena
Myrna Torres, quien acaba de pasear por Buenos Aires sus gallardos ochenta y
siete años, lúcida, ágil y memoriosa. En el Infop su tarea era ocuparse de la
producción del chicle, un árbol emparentado con el caucho, del que se extraía
una materia gomosa que se usaba para los chewingum como los Chiclets Adams y
que luego fuera reemplazado por sustancias sintéticas.
Cuando el Che la saludó con su
amplia y cautivante sonrisa, la impresión de Myrna fue positiva. A ello la
predisponía la simpatía por lo argentino que, según ella, era común en una
Guatemala, que se deleitaba con las películas de Libertad Lamarque y de Mirtha
Legrand, cuyos alumnos estudiaban en los manuales Kapelusz y leían la revista
Billiken mientras sus padres escuchaban a Gardel.
Hilda Gadea, que luego sería la
primera esposa del Che, y Myrna Torres fueron los ángeles protectores de ese
joven inquieto y con ganas de conocer y saber que con frecuencia padecía crisis
asmáticas que le impedían asistir a las
fiestas y reuniones en las que Myrna e Hilda lo presentaban a su círculo de
amigas y amigos.
Milagro. Guatemala era entonces
un milagro democrático en medio de crueles tiranías centroamericanas. Depuesto
el temible Jorge Ubico en 1944 por la reacción popular, en Guatemala fue
elegido Juan José Arévalo, un político y educador formado en la Universidad de
Tucumán, quien se definía como un socialista espiritual, pero a quien la
derecha no tardó en calificar de “comunista” por su interés en mejorar la
condición de los humildes de su patria.
Luego sería el turno de Jacobo
Arbenz, también elegido democráticamente, quien es hoy recordado como “el
soldado del pueblo”. Militar que participó de la revolución de 1944, de ideas
progresistas, que estimuló la educación y la cultura. No extrañó entonces que
Guatemala atrajera a perseguidos y desterrados, sobre todo centroamericanos,
que alimentaban apasionantes tertulias intelectuales y políticas en las que el
Che participaba y abrevaba. La historia la recuerda como una época de oro, una
“primavera”.
El Che se hizo habitué de la casa
de Myrna pues gustaba de conversar y discutir con su padre, Edelberto Torres,
un respetado intelectual nicaragüense que había buscado sosiego fuera de su
patria, sojuzgada por Anastasio Somoza.
“Una noche cayeron varios cubanos
escapados de la fracasada toma del cuartel del Bayamo”, cuenta Myrna y recuerda
sus nombres sin vacilar: Ñico López,
Armando Arancibia, Antonio “Bigotes”
López, Mario Dalmau.
Ese asalto había sido simultáneo
con el del cuartel de Moncada, dirigido personalmente por Fidel Castro, ambos
fracasados. Fue ése el momento en que el Che conoció a los primeros cubanos,
que lo impresionaron grandemente por su entusiasmo revolucionario y la
admiración que profesaban a un tal Fidel Castro.
Con su natural efusividad,
contaban anécdotas de su lucha contra el ejército de Fulgencio Batista, el
dictador cubano, imitando los ruidos de la balacera. Entonces, ríe Myrna,
Ernesto les decía con su habitual sarcasmo: “Cuenten otra de vaqueros porque
ésa ya la conocemos”.
Quien más le llamó la atención
fue Ñico López, del que se hizo muy amigo. Hoy una refinería petrolera lleva su
nombre por decisión del años más tarde ministro de Economía del gobierno cubano
en homenaje a su amigo muerto en el desembarco del Granma.
El relato de Myrna está
festoneado de sabrosas anécdotas como la de que, apremiados por la miseria, el
Che y Ñico se asociaron para aprovechar la veneración de los guatemaltecos por
el Cristo de Esquipulas: le pusieron marco y lucecitas y se lanzaron a vender
su imagen por calles y parques. Sin éxito porque, según bromearía Ñico, su
amigo argentino era muy poco convincente. “La paradoja –relata Myrna– es que
los golpistas que desalojaron a la democracia guatemalteca portaban como
estandarte al Cristo de Esquipulas”.
Decisivo. Quizá lo más decisivo
de esta etapa formativa para nuestro compatriota fue que en Guatemala comprobó
dolorosamente la violencia de la que es capaz el capitalismo cuando sus
intereses son amenazados. Aquí, el detallado relato de Myrna permite
corregir una versión largamente
difundida y repetida: no fueron los “marines”
los que desembarcaron en la costa este sino una fuerza mercenaria de
guatemaltecos, nicaragüenses, salvadoreños y otras naciones, reclutados, entrenados y armados por la CIA y apoyados por aviones
norteamericanos.
Se entiende entonces la
repetición de esa estrategia exitosa en Guatemala pero que falló
estruendosamente en Playa Girón.
¿Pero cuál fue la razón para una
reacción tan violenta del gobierno norteamericano? Los ojos de la Torres se
encienden: se debió a que Arbenz se incautó de tierras ociosas de la United
Fruit Co. Hacía poco tiempo que
Mossadegh había nacionalizado el petróleo iraní y y era claro que no había tolerancia
para otro hecho similar. Los países vecinos, tiranizados por Somoza, Trujillo,
Pérez Jiménez, colaboraron con la invasión.
El Decreto 900 puso en marcha una
reforma agraria que favoreció a 318 mil familias, en su mayoría indígenas, es
decir a medio millón de personas en una población de no más de 3 millones. La
mitad de los favorecidos recibieron créditos agrícolas. Eso fue demasiado.
Puede deducirse que fue entonces
cuando el futuro Che decidió que a la violencia del capitalismo sólo cabía
oponerle la violencia popular. Y no es cierto que fuese violento caracterológicamente. Por el contrario, en su
infancia era un pibe coinciliador y generoso. La derrota sin combatir de la democracia guatemalteca fue una marca
indeleble en su decisión de luchar por la justicia social en Latinoamérica.
Otro aspecto decisivo de la etapa
guatemalteca es que es allí donde el Che se adoctrina de las ideas marxistas.
Lo que cuenta Myrna es sorprendente: “Su maestro fue un profesor
norteamericano, Harold White, ex profesor de la Universidad de Colorado, quien
vivía en Guatemala. No sólo asistió a sus clases y compartió encuentros
personales sino que además tradujo un libro de las ideas marxistas de White
junto con la Gadea”. Seguramente fue un baño ideológico.
En ese camino de transformación
de aventurero a revolucionario frecuentó la Alianza de la Juventud Democrática,
rama juvenil del Partido Guatemalteco del Trabajo, como se denominaba el
Partido Comunista, a quienes se unió cuando llegó el momento de defender al
gobierno de Arbenz del golpe que desembocó en otra dictadura, esta vez del
coronel Castillo Armas, presidente títere al servicio de los intereses
norteamericanos.
Aquí surge una objeción de Myrna
a la difundida versión de que Arbenz no se animó a entregar las armas que
jóvenes y obreros reclamaban para defender la democracia. Ello le fue muy
cuestionado al presidente amenazado, y algunos lo tacharon de cobarde. El mismo
Che, entre decepcionado e indignado, escribió: “En tren de morir, prefiero
hacerlo como Sandino y no como Azaña”. El primero fue un gran revolucionario
nicaragüense, quien prefirió morir luchando, y el segundo, un presidente de la
República española, quien se rindió mansamente ante los franquistas. Pero según
Myrna, dichas armas no existieron pues, compradas en Checoslovaquia, el barco
que las traía, el Alphem, fue desviado al puerto Barrios, que la United Fruit
detentaba en suelo guatemalteco, lo que hizo que nunca llegaran a destino. No
hubo entonces armas para repartir.
Otra difundida falsedad que Myrna
se encarga de corregir es que el Che nunca ocupó algún cargo en el gobierno de
Arbenz como asesor de algún tipo. Ambos se conocieron recién años después,
cuando el Che estaba en el gobierno cubano y Arbenz, en el llano.
Otra anécdota muy interesante que revela la Torres
es que el Che aprendió a usar un arma de guerra en Guatemala. Durante el golpe
se le asignó una guardia nocturna y se le entregó una ametralladora. Fue un
nicaragüense, y Myrna recuerda su nombre, Rodolfo Romero, quien le enseñó a
usarla.
Luego vendría la represión, que
no ahorró torturas ni muertos. Los cuerpos de algunos opositores fueron
arrojados al océano desde aviones para hacerlos desaparecer, una estrategia que
la dictadura argentina, años después, replicó y multiplicó. El padre de Myrna e
Hilda fueron a prisión. El Che, como muchos opositores en peligro, se asiló en
la embajada argentina, donde el embajador Torres Gispena lo destinó al garaje
junto con doce comunistas militantes. Cuando un avión enviado solidariamente
por Perón recogió a todos los asilados para llevarlos a la Argentina, Guevara
rechazó la posibilidad y partió hacia México.
*Escritor.
Pacho O’Donnell