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Enseñanzas de la derrota de Monsanto en Córdoba

Por Raúl Zibechi


Las multinacionales sólo pueden ser derrotadas si existe un potente movimiento de la sociedad, apoyado por una porción significativa de la población. Un tribunal provincial de Córdoba dictaminó que Monsanto debe detener la construcción de la planta de tratamiento de semillas de maíz transgénico ubicada en Malvinas Argentinas, dando a lugar a un recurso de amparo presentado por los vecinos de la zona que acampan desde hace tres meses en las puertas de la obra.
 
La movilización fue impulsada por pequeños grupos, Madres de Ituzaingó, la Asamblea Malvinas Lucha por la Vida y vecinos autoconvocados, entre otros, y tuvo la virtud de sostenerse en el tiempo pese a las amenazas del gobierno provincial y del sindicato de la construcción. La población de Malvinas Argentinas simpatiza y apoya la resistencia, lo que llevó a la justicia a tomar la resolución de paralizar las obras el pasado 9 de enero.


 
Siempre son grupos pequeños los que toman la iniciativa, sin tener en cuenta la “correlación de fuerzas” sino la justicia de sus acciones. Luego, a veces mucho más tarde, el Estado termina por reconocer que los críticos llevan la razón. Más tarde, los que fueron criminalizados suelen ser considerados héroes incluso por quienes los reprimieron. El punto crucial, a mi modo de ver, es el cambio cultural, la difusión de nuevos modos de ver el mundo, como lo enseña la historia de las luchas sociales.
 
Mucho antes de que cayeran las leyes segregacionistas en los Estados Unidos, la discriminación fue derrotada en los hechos. El 1 de diciembre de 1955 una mujer común, Rosa Parks, se negó a sentarse en el autobús en los asientos para negros y lo hizo en los reservados para blancos. Fue arrestada por violar la ley en Montgomery, estado de Alabama. Decenas de personas siguieron su ejemplo, y otras decenas la precedieron. Su acción de desobediencia impactó porque fue seguida por muchos.


 
Franklin McCain, un activista negro de 73 años de Carolina del Norte, en 1960 se sentó con tres amigos en la barra de una cafetería de la cadena Woolworth en la ciudad de Greensboro. Era un sitio exclusivo para blancos. Pidieron café y esperaron todo el día pero no les sirvieron. Al día siguiente regresaron pese a los insultos de los blancos y las amenazas de los policías. El fin de semana ya eran cientos y la protesta se extendió a decenas ciudades. La cadena Woolworth se vio obligada a permitir el ingreso de negros. Recién entre 1964 y 1965 el Estado se vio forzado a eliminar las leyes de discriminación racial, cuando había un gobierno que con los parámetros actuales –y teniendo en cuenta que se trata de los Estados Unidos- llamaríamos “progresista”.
 
Creo que esta es una de las enseñanzas más importantes que nos deja la victoria de la población de Malvinas Argentinas contra Monsanto. Debemos hacer cosas lo más inteligentes y lúcidas posibles, pero sobre todo acciones realizadas y sentidas por la gente común, acciones sencillas, pacíficas, capaces de desnudar los problemas que nos afligen, como sentarse en el lugar que uno quiere en el autobús, y no en el que te obligan, o acampar frente a una de las más poderosas multinacionales.
 

Lo que sigue, ya no depende de nosotros. Que una parte significativa de la población esté de acuerdo y acompañe, que llegue a participar de algún modo en la protesta, depende de factores que nadie controla y para los cuales no hay recetas ni tácticas preestablecidas. Desde el punto de vista del movimiento social y de los cambios necesarios, no podremos derrotar el extractivismo reclamando leyes al Estado. Las leyes vendrán cuando el modelo haya sido derrotado cultural y políticamente.
 
Es cierto que los gobiernos de la región, más allá de su orientación concreta en cada país, se apoyan en el extractivismo. Pero es la gente común organizada a la que nos corresponde derrotarlo, con miles de pequeñas acciones, como las que desarrollaron las Madres de Ituzaingó y ahora los acampantes en Malvinas Argentinas.


 
- Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La Jornada y es colaborador de ALAI. 

¿Democracia o capitalismo?


























Por Boaventura de Sousa Santos *


Al inicio del tercer milenio, las fuerzas de izquierda se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre democracia y capitalismo, y el crecimiento económico infinito (capitalista o socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso. En estas líneas voy a centrarme en el primer desafío.
Contra lo que el sentido común de los últimos 50 años nos puede hacer pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo se denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también en los países centrales o desarrollados la misma tensión y la misma contradicción estuvieron siempre presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y fascismo.
Un análisis más detallado de las relaciones entre capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de capitalismo y su dominio en diferentes períodos y regiones del mundo, y entre diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas líneas concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción y hago referencia al tipo que ha dominado en las últimas décadas, el capitalismo financiero. En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.

El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus “necesidades”, mientras que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las “necesidades” del capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro lado, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido a la democracia liberal de modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron con el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby... Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países tenían democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano, Europa estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la supremacía alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista, que aparecía como alternativa al capitalismo y la democracia liberal. En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental de entonces, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo luego de que se debilitara el crecimiento de las tres décadas siguientes. Y así sucedió.

Desde 1970, los Estados centrales han estado manejando el conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron dando más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980); después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del ataque al poder de los sindicatos (desde 1980), una medida complementada con el endeudamiento del Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, del estancamiento económico y del aumento de los gastos sociales originados en el aumento del desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para eludir el colapso de las expectativas respecto del consumo, la educación y la vivienda (desde mediados de 1990). Hasta que la ingeniería de las soluciones ficticias llegó a su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había ganado en el conflicto distributivo: el capital. La prueba: la conversión de la deuda privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales y el asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría (el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta años.
En los países del Sur global que disponen de recursos naturales la situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo en varios países de América latina, hasta puede decirse que la democracia se está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y no es por casualidad que en países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir el tema del socialismo del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de los discursos. Hay muchas razones detrás, pero tal vez la principal haya sido la conversión de China al neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir de la primera década del siglo XXI, una nueva carrera por los recursos naturales. El capital financiero encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas –llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las décadas anteriores– pudieran desarrollar una redistribución de la riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Pero, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos –que se han ido agravando– con los grupos sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos.
En los países del Sur global con recursos naturales pero sin una democracia digna de ese nombre, el boom de los recursos no trajo ningún impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones mas propicias para una resolución del conflicto distributivo deberían facilitar la solución democrática y viceversa. La verdad es que el capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima intensidad (sistemas casi de partido único), donde es más fácil corromper a las elites, a través de su involucramiento en la privatización de concesiones y las rentas del extractivismo. No es de esperar ninguna profesión de fe en la democracia por parte del capitalismo extractivista, incluso porque, siendo global, no reconoce problemas de legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de la redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser oída, por falta de canales democráticos y por no poder contar con la solidaridad de las restringidas clases medias urbanas que reciben las migajas del rendimiento extractivista. Las poblaciones más directamente afectadas por el extractivismo son los campesinos, en cuyas tierras están los yacimientos mineros o donde se pretende instalar la nueva economía agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al exilio interno. Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y su resistencia es tratada como un caso policial. En estos países, el conflicto distributivo no llega siquiera a existir como problema político. De este análisis se concluye que la actual puesta en cuestión del futuro de la democracia en Europa del Sur es la manifestación de un problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes formas en varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata sólo de cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar la democracia del futuro. La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir al ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria –el nombre poco importa–, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia debe prevalecer la democracia real.
* Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, Portugal. El texto corresponde a la Décima carta a las izquierdas del autor.
Traducción: Javier Lorca.

Cómo repensar la ciudad

Antropología. El célebre autor de la noción de “no lugar” propone recrear lo urbano: trazar nuevas fronteras , “zurcir” lo desgarrado y fortalecer lo local.


POR MARC AUGE


El lenguaje corriente depara sorpresas. Hoy a menudo recurrimos al uso de la preposición “sin”, que indica privación. Hablamos de “sin domicilio fijo” o de los “sin papeles”. Y, como sabemos sin duda alguna que su situación es muy problemática, nos vemos indirectamente impulsados a creer, como si fuera algo evidente, que tener domicilio fijo y papeles es condición suficiente de la felicidad.
Otros ejemplos podrían convencernos fácilmente de lo contrario. Los más afortunados de este mundo acumulan domicilios. Tienen residencias secundarias en distintos continentes, yates, se alojan en hoteles de lujo del mundo entero. Tienen papeles, por supuesto, pero están tan seguros de sí y de su identidad que apenas tienen conciencia de mostrarlos si deben hacerlo. Me dirán que, justamente, acumulan ventajas: tanto domicilios fijos como pruebas de identidad o tarjetas de crédito.
Tienen razón pero me permito insistir: el cúmulo de residencias y la seguridad de los más acomodados demuestran que el ideal de la vida individual no necesariamente radica en estar aferrado a un lugar fijo, como el mejillón a su roca, ni en el hecho de poder dar a conocer la identidad cuando la piden, mostrando los documentos, sino por el contrario en la libertad efectiva de circular y permanecer relativamente anónimo.
La atracción que ejercían las ciudades en el siglo XIX en aquellos que huían del campo y que ejercen hoy las grandes ciudades del norte en los inmigrantes venidos del sur, nace de la misma representación. El carácter en gran medida ilusorio de esto es indudable pero, para quien se pregunta sobre el ideal de la vida urbana de nuestra época, es fundamental tomarlo en cuenta.
La ciudad no deja de extenderse. La mayoría de la población mundial vive en una ciudad y la tendencia es irreversible. ¿Pero de qué ciudad se trata?
He propuesto algunas nociones para describir lo que podríamos llamar urbanización del planeta, que más o menos se corresponde con lo que llamamos globalización para designar la generalización del mercado, la interdependencia económica y financiera, la extensión de las vías de tránsito y el desarrollo de los medios de comunicación electrónicos.
Desde este punto de vista, podríamos decir que el mundo es como una gran ciudad. Paul Virilio utilizó a este respecto la expresión de “metaciudad virtual”. El “mundo ciudad”, como lo llamo yo, se caracteriza por la movilidad y la uniformización.
Por otro lado, las grandes metrópolis se extienden y en ellas encontramos toda la diversidad (étnica, religiosa, social, económica), pero también todos los compartimientos del mundo. De este modo podemos oponer la “ciudad mundo” –sus divisiones, sus puntos de fijación y sus contrastes– al “mundo ciudad” que constituye su contexto global y que aplica de manera espectacular en algunos puntos fuertes del paisaje urbano su marca estética y funcional: torres, aeropuertos, centros comerciales o parques de atracciones.
Cuanto más se extiende la gran ciudad, más se “descentra”. Los “centros históricos” se convierten en museos visitados por los turistas llegados de otras partes y en sitios destacados de consumo de todo tipo. Allí los precios son altos y el centro de las ciudades cada vez más es habitado por una población acomodada, a menudo de origen extranjero. La actividad productiva se desplaza “extra muros”. Los transportes son el problema principal de la concentración urbana. Las distancias a menudo son considerables entre el lugar donde se vive y el lugar de trabajo. El tejido urbano se extiende a lo largo de las vías de tránsito, los ríos y las costas. En Europa, las “periferias” urbanas se tocan, se sueldan, se confunden, y puede surgir el sentimiento de que con la generalización de “lo urbano” estamos perdiendo la “ciudad”.


Vuelvo por un momento a la oposición que tracé hace años entre lugar y no-lugar. Ella se basa en una definición teórica; un lugar es un espacio en el cual se pueden descifrar las relaciones sociales que están inscriptas allí (por ejemplo, en ciertos pueblos tradicionales, a partir de la división en barrios, las reglas de residencia y el emplazamiento de los símbolos visibles de la historia y la cultura compartidas); un no-lugar es un espacio en el cual ese desciframiento es imposible.
Empíricamente, nunca hay lugares y no-lugares en el sentido absoluto del término, pero se puede caracterizar el mundo global actual por la multiplicación de los espacios de tránsito, consumo y comunicación, “lugares de paso” donde ese desciframiento por regla general es menos evidente, “no-lugares” en esa medida.
Ahora bien, el lugar no se opone al no-lugar como el bien al mal o el buen vivir al mal vivir. El lugar absoluto sería un espacio donde todos estarían obligados a residir en un sitio determinado en función de su edad, su sexo, su lugar en la filiación y las reglas de unión matrimonial: un espacio donde el sentido social, entendido como el conjunto de las relaciones sociales autorizadas o prescriptas, estaría en su apogeo, la soledad sería imposible y la libertad individual impensable.


El no-lugar absoluto sería un espacio sin reglas ni restricción colectiva de ningún tipo: un espacio sin alteridad, un espacio de soledad infinita. El absoluto del lugar es totalitario, el absoluto del no-lugar es la muerte. Mencionar estos dos extremos es definir al mismo tiempo la apuesta de toda política democrática: ¿cómo salvar el sentido (social) sin matar la libertad (individual) y viceversa?
En el mundo global, la respuesta se impone en términos espaciales: repensar lo local. Pese a las ilusiones que difunden las tecnologías de la comunicación, de la televisión a Internet, vivimos donde vivimos. La ubicuidad y la instantaneidad siguen siendo metáforas. Lo importante con los medios de comunicación es tomarlos como lo que son: medios susceptibles de facilitar la vida pero no de reemplazarla. Desde este punto de vista, la tarea que se debe realizar es inmensa. Consiste en evitar que la sobreabundancia de imágenes y mensajes lleve a nuevas formas de aislamiento. Para frenar esta desviación ya observable, las soluciones serán necesariamente espaciales, locales y, en suma, en el sentido amplio del término, políticas.


¿Cómo conciliar en el espacio urbano el sentido del lugar y la libertad del no-lugar? ¿Es posible repensar la ciudad en su conjunto y la vivienda en sus detalles?
Una ciudad no es un archipiélago. La ilusión creada por Le Corbusier de una vida centrada en la casa y la unidad de la habitación colectiva llevó a los conjuntos de monoblocks de nuestros suburbios, muy rápidamente abandonados por los comercios y los servicios que debían hacerlos esencialmente habitables. Allí se ha descuidado la necesidad de la relación social y el contacto con el exterior; es eso lo que expresan a su manera los “jóvenes de los suburbios” cuando, por ejemplo, en París, se desplazan regularmente desde lo más recóndito de sus ciudades hacia los barrios que son a la vez el corazón de la ciudad histórica y símbolos de la sociedad de consumo: los Campos Elíseos o el barrio de Châtelet–Les Halles.
En las ciudades reales, ¿qué es lo que evoca algo de lo que podríamos considerar como la ciudad ideal? Me vienen a la mente dos ejemplos. Sin duda, los idealizo, pero es precisamente de esto de lo que se trata en este ejercicio: identificar los rastros de lo ideal. El primer ejemplo, por lejos el más convincente, es el de las ciudades medianas del norte de Italia, como Parma y Módena. En el centro de estas ciudades, la vida es intensa, la plaza pública sigue siendo un lugar de encuentro, se circula en bicicleta, uno entra en contacto de manera natural con los lugares emblemáticos de la historia.
El visitante de paso siente que podría deslizarse en la intimidad de este mundo amable sin hacerse notar, establecer relaciones sin verse coaccionado y pasar de una ciudad a otra por el simple placer de mirar. Pero, se objetará, precisamente hay que cerrar los ojos para pasar por alto todo lo que contraría esa visión de turista miope: la pobreza, la migración, las actitudes de rechazo… Una vez más, me quedo en lo ideal, que exige una forma de miopía. Otro ejemplo: la vida de barrio en un distrito de París. Se podrían citar muchos otros ejemplos y sabemos bien que en las metrópolis más grandes del mundo (México, Chicago) hay formas de vida local que son intensamente activas. La vida de barrio es la que se puede observar en la calle, en los comercios, en los cafés… En París, ciudad en la que desde hace varios años la vida es más difícil, sólo en muy pequeña escala se puede ver cómo los lazos frágiles resisten al desencanto: las conversaciones en el mostrador del bar, las bromas que intercambia una persona mayor con la joven cajera del supermercado, las charlas en lo del almacenero tunecino: formas modestas de resistencia al aislamiento que parecerían demostrar que la exclusión, el repliegue sobre sí y el rechazo de la imaginación no son una fatalidad.


¿Pero qué conclusión práctica se puede sacar de estos signos dispersos?
Que todo programa de conjunto y todo proyecto de detalle deberían asociar varios tipos de reflexiones: una reflexión de urbanista sobre las fronteras y los equilibrios internos del cuerpo de la ciudad; una reflexión de arquitecto sobre las continuidades y las rupturas de estilo; una reflexión antropológica sobre la vivienda hoy, que debe conciliar la necesidad de aberturas múltiples hacia el exterior y la necesidad de una intimidad privada.
Un gran taller de “zurcido” (en el sentido en que antiguamente las costureras y las “remalladoras” zurcían las prendas desgarradas y las medias corridas). En la medida de lo posible haría falta volver a trazar las fronteras entre los lugares, entre lo urbano y lo rural, entre el centro y las periferias. Fronteras, es decir pasos, puertas oficiales, para hacer saltar las barreras invisibles de la exclusión implícita. Hay que devolverle la palabra al paisaje. El paisaje es la combinación del espacio y las relaciones sociales. No existe el paisaje exclusivamente natural, sin cultura. La verdadera ecología es la que invita a respetar al hombre en singular y en plural, al individuo libre y las relaciones sociales.
Uno podría encomendarse a largo plazo la tarea de remodelar un paisaje urbano moderno, en el sentido de Baudelaire, en el que los estilos y las épocas se mezclarían conscientemente, como las clases sociales: las comunas y los distritos de las ciudades en Francia tienen obligación de tener cierto porcentaje de “viviendas sociales”, pero, además de que esta obligación a menudo se elude, las más de las veces ocurre que se produce un efecto de estigmatización por el estilo y el material. Otro esfuerzo hacia el ideal… Este ideal debería encontrarse en la disposición interior de los departamentos más modestos, donde deberían combinarse en pequeña escala las tres dimensiones esenciales de la vida humana: lo privado individual, eventualmente lo público (en este caso familiar) y la relación con el exterior.
Formulado así, el ideal es utópico y evidentemente no sólo de la incumbencia del arquitecto. Pero la materia del ideal o de la utopía ya está allí. Para concluir, vuelvo a la imagen de la costurera y la remalladora. Ella no es exclusiva de los grandes proyectos que pueden ofrecer la belleza a todas las miradas ni de la remodelación de los grandes paisajes donde todos pueden perderse y encontrarse. Sólo quiere recordar que todo comienza y todo termina con el individuo más modesto y que las más grandes empresas son vanas si no lo toman en cuenta por poco que sea.
Quizá algún día el mundo se presente como un conjunto urbano único y acabado. Hoy comenzamos a percibirlo así desde que prestamos atención a las obras de algunos grandes nombres de la arquitectura que se hacen eco de una punta a otra del planeta o al desarrollo de medios de comunicación electrónica que sugieren ya la existencia de lo que Paul Virilio llamaba una “metaciudad virtual”. Es de esperar que entonces hayamos encontrado el medio de suministrar a esta inmensa ciudad, a este mundo-ciudad por fin concretado, la energía necesaria para su funcionamiento armonioso.
Pero también hay que decir que es en la organización de las relaciones entre los seres humanos donde se medirá el éxito o el fracaso de esta empresa, utopía realizada o fin del mundo programado, y por lo tanto en nuestra capacidad para revertir el proceso actual de profundización de la brecha entre ricos y pobres, cultos e ignorantes. La energía necesaria para esta empresa gigantesca, que es la única que vale la pena porque inscribe en todo individuo el ideal de conocimiento propio del hombre genérico, es esencialmente mental y apela a las cualidades fundamentales del individuo humano: la inteligencia, la voluntad y la imaginación.

Los actores del bullying

El acoso en edad escolar es un fenómeno de violencia entre pares y tiene más responsables de los que se visualizan. El autor de la nota propone analizarlo en el contexto local.

POR FERNANDO OSORIO




BULLYING. Se trata de violencia entre pares, dentro del ámbito escolar.

Es necesario hacer una adaptación local y regional de la problemática del bullying porque la explicación que se propone habitualmente viene impuesta desde países con otra realidad social y cultural. Pretendo limitar el bullying sólo a determinados cuadros, generalmente vinculados a un problema psicopatológico previo intrafamiliar, y no a cualquier conflicto escolar.
El fenómeno del bullying viene a sumarse, como una nueva categoría, al listado de las llamadas violencias institucionales. En este caso se trata de violencia entre pares, dentro del ámbito escolar. El grupo de alumnos puede llegar a detonar en alguno de sus integrantes un perfil patológico, alterando su mapa emocional. Del mismo modo la enfermedad mental de un miembro del grupo puede llegar a encontrar un terreno fértil en el espacio grupal para hacer su despliegue, a veces macabro, alterando el mapa emocional del grupo. Bullying es un término que se utiliza actualmente para nombrar un tipo de dinámica grupal que, en épocas pasadas, se conocía como maltrato entre compañeros de escuela. Tiene ciertas características que permiten distinguirlo de otras problemáticas sociales alteradas; incluso de un simple “maltrato” por discrepancias.
Para diferenciar la concepción europea o norteamericana propongo una adaptación local y regional de los protocolos de evaluación para hacerlos coincidir con nuestras realidades sociales y culturales. Por lo tanto señalo que esta dinámica se desarrolla si, al menos, hay cuatro personajes involucrados, a saber: un sujeto maltratador o victimario; un sujeto sometido o víctima; un sujeto colaborador o encubridor y un sujeto testigo no participante. Y también propongo la necesidad de encontrar los cuatro tipos de violencia integrados: la física (golpes y maltrato corporal), la verbal (insultos, amenazas e intimidación), la psicológica (acoso y persecución) y la simbólica (segregación y discriminación negativa). Todos estos componentes permiten diferenciarlo claramente de cualquier otro fenómeno de tensión entre fuertes y débiles y permite lograr que no se estigmaticen ni situaciones ni personas. El bullying no es un simple maltrato o insulto sino un problema psicopatológico que sobrelleva una persona y que hay que atender. Lo puede sufrir porque lo padece o porque lo ejecuta. La posición de víctima o victimario está signada desde la personalidad y el carácter, los que se forjaron en el vínculo con los padres. Para poder estar en alguno de estos lugares hay que tener una personalidad previa.
Personalidad de los protagonistas del bullying 1) El maltratador o victimario, es el autor intelectual de las estrategias de maltrato y sólo se involucra si su participación lo deja como un líder. Suele tener una personalidad dominante (posiblemente desde muy pequeño) y en quien la fuerza y la capacidad de control, sobre los demás, parece ser un valor y una característica destacada. Se trata en general de personalidades impulsivas con un muy bajo umbral para tolerar la frustración. Logra, durante largos períodos, mantenerse como referente popular de otros que ven en él un líder con prestigio social que imitar. Goza con la desgracia ajena y le provoca mucha satisfacción desarrollar acciones que induzcan malestar, daño o sufrimiento. Se advierte que suele estar a cargo de adultos más bien negligentes que carecen de autoridad y que no hacen un seguimiento adecuado ni imponen una disciplina.
2) El sometido o víctima, es el objeto de maltrato. Tiene baja autoestima y una predisposición a victimizarse; con una personalidad introvertida y con tendencia al aislamiento. Se muestra sensible y con habituales estados de ansiedad y angustia que pueden derivar en episodios de llanto y crisis nerviosas. Se expone inseguro frente a la toma de decisiones y frente a los planteos que lo conminan a enfrentarse con sus deseos. Suele permanecer en la periferia de los grupos y no logra buenas amistades. En general se acerca a otros que muestran características de indefensión similares a las que experimenta él habitualmente. Su actitud es temerosa y prefiere el aislamiento. Suele tener conductas reactivas de defensa anticipadas, porque siempre tiene una suposición de ataque permanente. Su actitud de ansiedad, depresión e introversión suele ser blanco de la acción de los acosadores. En algunas oportunidades el sujeto en posición de víctima también puede ser un agresor y su justificación frente al maltrato es que a su vez lo han maltratado. Suelen ser personajes pueriles, irritables y tiranos. Los adultos que rodean a este tipo de sujetos suelen ser inseguros, no ponen límites, no sostienen la normativa parental y suelen ser sujetos muy arbitrarios que pasan del maltrato a la compasión.
3) El colaborador o encubridor, es el ejecutor de las acciones de maltrato perpetradas por el matón. Es quien habitualmente no tiene el coraje ni la autoestima suficiente para enfrentar directamente situaciones adversas. Se identifica con el agresor o con un rasgo que muestra el matón y que él desea para sí. Suelen motivarlo sentimientos de impotencia y venganza por defectos propios o por intensos procesos de inhibición que dominan su vida y que aparecen atenuados en el marco de una dinámica social de bullying. Esta participación implica un protagonismo que no tendrían en otros contextos de su vida; y esto en definitiva es una identidad. Siempre es mejor ser algo, aunque sea una “mala persona”, que no ser nada.
4) El testigo no participante, es una persona con poca iniciativa, temeroso de denunciar las injusticias que otros cometen por temor a ingresar en el listado de las potenciales víctimas; incluso de dar una opinión aunque su integridad no esté en juego. Generalmente no se involucra activamente en este tipo de situaciones de maltrato o agresiones entre pares. Sin embargo y paradójicamente no advierte que están absolutamente incluidos como observadores no participantes.

Izquierda y progresismo: la gran divergencia





Uno de los mayores cambios políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda. Más allá de la diversidad de esas administraciones y de sus bases de apoyo, comparten atributos que justifican englobarlos bajo la denominación de “progresistas”. Son expresiones vitales, propias de América Latina, en cierta manera exitosas, pero ancladas en la idea de progreso. Su empuje, e incluso su éxito, está llevando a que esté en marcha una divergencia entre este progresismo con muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana clásica.
Para analizar estas circunstancias es necesario tener muy presente la magnitud del cambio político que se inició en América Latina en 1999 con la primera presidencia de Hugo Chávez, y que se consolidó en los años siguientes en varios países vecinos. Quedaron atrás los años de las reformas de mercado, y regresó el Estado a desempeñar distintos roles. Se implantaron medidas de urgencia para atacar la pobreza extrema, y su éxito ha sido innegable en casi todos los países. Vastos sectores, desde movimientos indígenas a grupos populares urbanos, que sufrieron la exclusión por mucho tiempo, lograron alcanzar el protagonismo político.
Es también cierto que esta izquierda latinoamericana es muy variada, con diferencias notables entre Evo Morales en Bolivia y Lula da Silva en Brasil, o Rafael Correa en Ecuador y el Frente Amplio de Uruguay. Estas distintas expresiones han sido rotuladas como izquierdas socialdemócrata o revolucionaria, vegetariana o carnívora, nacional popular o socialista del siglo XXI, y así sucesivamente. Pero estos gobiernos, y sus bases de apoyo, no sólo comparten los atributos ejemplificados arriba, sino también la idea de progreso como elemento central para organizar el desarrollo, la economía y la apropiación de la Naturaleza.
El progresismo no sólo tiene identidad propia por esas posturas compartidas, sino también por sus crecientes diferencias con los caminos trazados por la izquierda clásica de América Latina de fines del siglo XX. Es como si presenciáramos regímenes políticos que nacieron en el seno del sendero de la izquierda latinoamericana, pero a medida que cobraron una identidad distinta están construyendo caminos que son cada vez más disímiles. Es posible señalar, a manera de ejemplo, algunos puntos destacados en los planos económico, político, social y cultural.
La izquierda latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970 era una de las más profundas críticas del desarrollo convencional. Cuestionaba tanto sus ideas fundamentales, incluso con un talante anti-capitalista, y rechazaba expresiones concretas, en particular el papel de ser meros proveedores de materias primas, considerándolo como una situación de atraso. También discrepaba con instrumentos e indicadores convencionales, tales como el PBI, y se insistía que crecimiento y desarrollo no eran sinónimos.
El progresismo actual, en cambio, no discute las esencias conceptuales del desarrollo. Por el contrario, festeja el crecimiento económico y defiende las exportaciones de materias primas como si fueran avances en el desarrollo. Es cierto que en algunos casos hay una retórica de denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en éste, en muchos casos colocándose la llamada “seriedad macroeconómica” o la caída del “riesgo país” como logros. La izquierda clásica entendía las imposiciones del imperialismo, pero el progresismo actual no usa esas herramientas de análisis frente a las desigualdades geopolíticas actuales, tales como el papel de China en nuestras economías. La discusión progresista apunta a cómo instrumentalizar el desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no acepta revisar las ideas que sostienen el mito del progreso. Entretanto, el progresismo retuvo de aquella izquierda clásica una actitud refractaria a las cuestiones ambientales, interpretándolas como trabas al crecimiento económico.



La izquierda latinoamericana de las décadas de 1970 y 1980 incorporó la defensa de los derechos humanos, y muy especialmente en la lucha contra las dictaduras en los países del Cono Sur. Aquel programa político maduró, entendiendo que cualquier ideal de igualdad debía ir de la mano con asegurar los derechos de las personas. Ese aliento se extendió, y explica el aporte decisivo de las izquierdas en ampliar y profundizar el marco de los derechos en varios países. En cambio, el progresismo no expresa la misma actitud, ya que cuando se denuncian derechos violados en sus países, reaccionan defensivamente. Es así que cuestionan a los actores sociales reclamantes, a las instancias jurídicas que los aplican, incluyendo en algunos casos al sistema interamericano de derechos humanos, e incluso a la propia idea de algunos derechos.
Aquella misma izquierda también hizo suya la idea de la democracia, otorgándole prioridad a lo que llamaba su profundización o radicalización. Su objetivo era ir más allá de la simples elecciones nacionales, buscando consultas ciudadanas directas más sencillas y a varios niveles, con mecanismos de participación constantes. Surgieron innovaciones como los presupuestos participativos o los plebiscitos nacionales. El progresismo, en cambio, en varios sitios se está alejando de aquel espíritu para enfocarse en mecanismos electorales clásicos.Entiende que con las elecciones presidenciales basta para asegurar la democracia, festeja el hiperpresidencialismo continuado en lugar de horizontalizar el poder, y sostiene que los ganadores gozan del privilegio de llevar adelante los planes que deseen, sin contrapesos ciudadanos. A su vez, recortan la participación exigiendo a quienes tengan distintos intereses que se organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección para sopesar su poder electoral.
La izquierda clásica de fines del siglo XX era una de las más duras luchadoras contra la corrupción. Ese era una de los flancos más débiles de los gobiernos neoliberales, y la izquierda lo aprovechaba una y otra vez (“nos podremos equivocar, pero no robamos”, era uno de los slogans de aquellos tiempos). En cambio, el progresismo actual no logra repetir ese mismo ímpetu, y hay varios ejemplos donde no ha manejado adecuadamente los casos de corrupción de políticos claves dentro de sus gobiernos. Asoma una actitud que muestra una cierta resignación y tolerancia.
Otra divergencia que asoma se debe a que la izquierda latinoamericana luchó denodadamente por asegurar el protagonismo político de grupos subordinados y marginados. El progresismo inicial se ubicó en esa misma línea, y conquistó los gobiernos gracias a indígenas, campesinos, movimientos populares urbanos y muchos otros actores. Dieron no sólo votos, sino dirigentes y profesionales que permitieron renovaron las oficinas estatales.Pero en los últimos años, el progresismo parece alejarse de muchos de estos movimientos populares, ha dejado de comprender sus demandas, y prevalecen posturas defensivas en unos casos, a intentos de división u hostigamiento en otros. El progresismo gasta mucha más energía en calificar, desde el palacio de gobierno, quién es revolucionario y quién no lo es, y se ha distanciado de organizaciones indígenas, ambientalistas, feministas, de los derechos humanos, etc. Se alimenta así la desazón entre muchos en los movimientos sociales, quienes bajo los pasados gobiernos conservadores eran denunciados como izquierda radical, y ahora, bajo el progresismo, son criticados como funcionales al neoliberalismo.
La izquierda clásica concebía a la justicia social bajo un amplio abanico temático, desde la educación a la alimentación, desde la vivienda a los derechos laborales, y así sucesivamente. El progresismo en cambio, se está apartando de esa postura ya que enfatiza a la justicia como una cuestión de redistribución económica, y en especial por medio de la compensación monetaria a los sectores más pobres y el acceso del consumo masivo al resto. Esto no implica desacreditar el papel de ayudas en dinero mensuales para sacar de la pobreza extrema a millones de familias. Pero la justicia es más que eso, y no puede quedar encogida a un economicismo de la compensación.



Finalmente, en un plano que podríamos calificar como cultural, el progresismo elabora diferentes discursos de justificación política pero que cada vez tienen mayores distancias con las prácticas de gobierno. Se proclama al Buen Vivir pero se lo desmonta en la cotidianidad, se llama a industrializar el país pero se liberaliza el extractivismo primario exportador, se critica el consumismo pero se festejan los nuevos centros comerciales, se invocan a los movimientos sociales pero se clausuran ONGs, se felicita a los indígenas pero se invaden sus tierras, y así sucesivamente. 
Estos y otros casos muestran que el progresismo actual se está separando más y más de la izquierda clásica.El nuevo rumbo ha sido exitoso en varios sentidos gracias a los altos precios de las materias primas y el consumo interno. Pero allí donde esos estilos de desarrollo generan contradicciones o impactos negativos, estos gobiernos no aceptan cambiar sus posturas y, en cambio, reafirman el mito del progreso perpetuo. A su vez, contribuyen a mercantilizar la política y la sociedad con su obsesión en la compensación económica y su escasa radicalidad democrática.
El progresismo como una expresión política distintiva se hace todavía más evidente en tiempo de elecciones. En esas circunstancias parecería que varios gobiernos abandonan los intentos de explorar alternativas más allá del progreso, y prevalece la obsesión con ganar la próxima elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con sectores conservadores, a criticar todavía más a los movimientos sociales independientes, y a asegurar el papel del capital en la producción y el comercio.
El progresismo es, a su manera, una nueva expresión de la izquierda, con rasgos típicos de las condiciones culturales latinoamericanas, y que ha sido posible bajo un contexto económico global muy particular. No puede ser calificado como una postura conservadora, menos como un neoliberalismo escondido. Pero no se ubica exactamente en el mismo sendero que la izquierda construía hacia finales del siglo XX. En realidad se está apartando más y más a medida que la propia identidad se solidifica.
Esta gran divergencia está ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es posible que el progresismo rectifique su rumbo, retomando algunos de los valores de la izquierda clásica para buscar otras síntesis alternativas que incorporen de mejor manera temas como el Buen Vivir o la justicia en sentido amplio, lo que en todos los casos pasa por desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser progresismo para volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida reafirmarse como tal, profundizando todavía más sus convicciones en el progreso, cayendo en regímenes hiperpersidenciales, extractivistas, y cada vez más alejados de los movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja definitivamente de la izquierda.
-        -  Eduardo Gudynas es analista en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), Montevideo. Twitter: @EGudynas