Rosas en las horas previas a la derrota de Caseros

Autor: Felipe Pigna


El muchacho llegaba de un viaje alucinante que, a diferencia del de los dandys de la época, además del imprescindible París, incluyó el Oriente. A poco de llegar a lo que por entonces la gente llamaba sin mucho fundamento el puerto de Buenos Aires -unas pobres costas sin embarcadero en las que encallaban los botecitos que llevaban y traían a la gente de los barcos- el muchacho no podía con su ansiedad de contarle a todo el mundo sus aventuras y esto incluía por supuesto a su notable tío. Así que una mañana rumbeó para Palermo, saludó a su querida prima y esperó como todos su turno para ser recibido por la persona más importante del país.  No había mucho para entretenerse en aquella sala de espera tan austera más que  mirar a la decena de personas que se acercaban con los más diversos pedidos para que la niña de la casa les diera algún tipo de satisfacción. El paisaje era multicolor, mulatas y negras con sus chiquillos a cuestas que pedían un puesto de trabajo, mujeres elegantemente vestidas que pedían la libertad de su marido y negociantes ingleses y franceses que solicitaban audiencias con el hombre fuerte de Palermo. A aquel joven, que se llamaba Lucio Víctor Mansilla le maravillaba la habilidad de Manuelita para despachar a todo el mundo y asumir de hecho el cargo de primera ministra y secretaria del “Restaurador”.
Finalmente aquel día de fines de enero de 1852 por la tarde Lucio fue recibido por su tío Don Juan Manuel de Rosas. Lo recibió paternalmente, le preguntó brevemente por su viaje, le reprochó que no pasara a saludarlo antes de marcharse por casi dos años y sin darle tiempo a unas disculpas que incluían las seis veces que Lucio había ido a verlo antes de zarpar sin ser recibido, Don Juan Manuel comenzó a leerle a su dilecto sobrino su mensaje a la legislatura de Buenos Aires que, ambos sabían, sería el último. Lucio cuenta asombrado como aquel hombre “en vísperas de perder su poderío, así perdía el tiempo con un muchacho insubstancial”.


La lectura se hacía interminable pero no tediosa porque su tío la interrumpía para preguntarle sobre la oportunidad y conveniencia de ciertos giros ortográficos y gramaticales y el joven se sentía halagado ante la consulta. Lo que le preocupaba a Lucio era el hambre producto de estar más de seis horas sin probar bocado. Su tío, entusiasmado ni se había detenido en el asunto hasta que lanzó la pregunta esperada “¿tiene hambre?” a lo que el muchacho contestó con un entusiasmado “¡si!”. La encargada de calmarlo fue la propia Manuelita que apareció con un enorme plato sopero de arroz con leche. A partir de entonces Mansilla midió el transcurrir del tiempo que duraba la lectura del discurso de su tío por la cantidad de platos de arroz con leche aportados por Manuelita que fueron siete.
Cuenta Mansilla: “me había hinchado; ya tenía la consabida cavidad solevantada y tirante como caja de guerra templada; pero no hubo más; siguieron los platos - yo comía maquinalmente, obedecía a una fuerza superior a mi voluntad... La lectura continuaba. 
Ya yo tenía la cabeza como un bombo - y lo otro tan duro, que no sé cómo aguantaba. El, satisfecho de mi embarazo, que lo era por activa y por pasiva, y poniéndome el mamotreto en las manos, me dijo, despidiéndome: -Bueno, sobrino, vaya nomás y acabe de leer eso en su casa -agregando en voz más alta-: Manuelita, Lucio se va. 
Eran las tres de la mañana. 
Mi padre, que, mientras yo hablaba con mi madre, se paseaba meditabundo viendo el mamotreto que tenía debajo del brazo, me dijo: 
-¿Qué libro es ése? 
-Es el Mensaje que me ha estado leyendo mi tío... -¿Leyéndotelo?. . . -Y esto diciendo, se encaró con mi madre y prorrumpió con visible desesperación-: ¡No te digo que está loco tu hermano!” 1


Así transcurrían las horas previas a la derrota definitiva de Rosas  en la batalla de Caseros. Urquiza ya estaba en marcha al mando del “Ejército Grande” compuesto por entrerrianos, correntinos, porteños, uruguayos y brasileños.
El emperador de Brasil, Pedro II proveería infantería, caballería, artillería y todo lo necesario, incluso la escuadra. El tratado firmado entre Urquiza y los brasileños  decía en una de sus partes:
“Para poner a los estados de Entre Ríos y Corrientes en situación de sufragar los gastos extraordinarios que tendrá que hacer con el movimiento de su ejército, Su Majestad el Emperador de Brasil les proveerá en calidad de préstamo la suma mensual de cien mil patacones por el término de cuatro meses contados desde la fecha en que dichos estados ratifiquen el presente convenio. S.E. el señor Gobernador de Entre Ríos se obliga a obtener del gobierno que suceda inmediatamente al del general Rosas, el reconocimiento de aquel empréstito como deuda de la Confederación Argentina y que efectúe su propio pago con el interés del 6% por año. En el caso, no probable, de que esto no pueda obtenerse, la deuda quedará a cargo de los estados de Entre Ríos y Corrientes, y para garantía de su pago, con los intereses estipulados, SS.EE los señores gobernadores de Entre Ríos y Corrientes, hipotecan desde ya las rentas y los terrenos de propiedad pública de los referidos estados.”
Sin desconocer los errores y horrores de Rosas, en las provincias la actitud de Urquiza despertó diversas reacciones. Córdoba declaró que era una infame traición a la patria y su gobernador dijo que “Urquiza se había prostituido a servir de avanzada al gobierno brasileño”. Otras se pronunciaron en sentido similar e intentaron formar una coalición militar para defender a Rosas, pero ya era demasiado tarde.
Urquiza avanzó sobre Buenos Aires, derrotando a Rosas en la Batalla de Caseros, el 3 de Febrero de 1852.
Vencido, el Gobernador de Buenos Aires se embarcó en el buque de guerra “Conflict”  hacia  Inglaterra. Allí se instaló en la chacra de Burguess, cerca de Southampton acompañado por peones y criados ingleses. El gobierno porteño, instalado el 11 de septiembre de 1852, confiscó todos su bienes y dependía para vivir de los recursos que le enviaban sus amigos desde Buenos Aires. Volvió a dedicarse a las tareas rurales hasta su muerte ocurrida el 14 de marzo de 1877, a los ochenta y cuatro años.
Unos años antes había escrito una especie de testamento político.
“Durante el tiempo en que presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy pues, el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como los malos, de mis errores y de mis actos.
Las circunstancias durante los años de mi administración fueron siempre extraordinarias, y no es justo que durante ellas se me juzgue como en tiempos tranquilos y serenos.”
La casa de Rosas fue demolida y convertida por Sarmiento en el Parque 3 de febrero, en honor a Caseros. En el lugar que ocupaba el dormitorio del Restaurador se levanta hoy el monumento al padre del aula.
Referencias:
1 Lucio V. Mansilla, Los siete platos de arroz con leche, Buenos Aires, EUDEBA, 1963
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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