La pionera revolución haitiana

Autor: Felipe Pigna


Toda la estructura colonial de Haití se basaba en la superexplotación de una población de trabajadores impagos que, hacia 1789, rondaba las 500.000 personas, aunque a comienzos de ese mismo siglo había alcanzado casi 800.000. La diferencia no se debía a que se hubiesen otorgado libertades en forma masiva, sino a las contundentes cifras del genocidio cotidiano que significaba el esclavismo. Y eso a pesar de que, cada año, los franceses traían entre 10.000 y 40.000 nuevas víctimas para alimentar esta carnicería humana que endulzaba las mesas de los europeos ricos.
Sobre las espaldas de esa población esclava vivían unos 32.000 europeos y créoles (criollos), que eran dueños de plantaciones y funcionarios coloniales. También existía un sector integrado por lo que los franceses eufemísticamente llamaban gens de couleur (“gente de color”), a los que de manera menos remilgada en las colonias españolas se llamaba mulatos. La condición de vida de esta población, que rondaba las 25.000 personas, era bastante más libre y acomodada que en las colonias españolas, inglesas, portuguesas y holandesas; lo que no se debía tanto al savoir faire de los franceses, sino a la escasez de población “blanca” en la isla, lo que los obligaba a recurrir a estas gens de couleur para distintos oficios, entre ellos, el de mayoral o capataz de las cuadrillas de esclavos y de tropas para mantenerlos a raya.


El refugio para resistir a la opresión y la muerte, para los esclavos haitianos tenía un nombre que, como tantas otras cosas, la cultura occidental y cristiana se encargaría de caricaturizar y prostituir: Vudú.
Esta palabra, proveniente de Benin, significa “espíritu”. Se trata del “genio protector” de los antepasados y de las fuerzas de la naturaleza (loas o lúas en los ritos del vudú; “divinidades” en la interpretación occidental), a los que les rendían ofrendas de animales y libaciones, acompañándose de canto y danza, hasta que los iniciados eran “poseídos” por un espíritu. 1 La persecución de esta religión por la Iglesia y las autoridades llevó a que la práctica de sus ritos tuviese que hacerse en forma clandestina, nocturna más de las veces, lo que no hizo más que aumentar la aprehensión de los “blancos, que evidentemente no podían soportar que “sus” esclavos tuviesen algo que no les perteneciese a ellos, sus amos.
De esta forma, en Haití (al igual que sus correlatos, el vodú y la santería de Cuba o el candomblé del Brasil) el vudú se transformó en una forma de resistencia, una manera de preservar las normas culturales de la patria africana, el recuerdo de la misma y la afirmación de las raíces. Poseídos por los espíritus, los esclavos volvían a sentirse libres.
Pero había otra forma, y era la de huir hacia los montes y establecer poblados de fugitivos, convirtiéndose en lo que los españoles llamaban “negros cimarrones” y los franceses, marrons.


La importancia del vudú era tal, que las historias de Haití suelen recordar que el antecedente más cercano de la revolución fue cuando un houngan (sacerdote vudú) llamado Mackandal reunió a varios grupos de “cimarrones” y, tras profetizar la destrucción de los amos esclavistas, inició una revuelta que duró seis años (1752-1758). Los “civilizados” franceses, para “ilustrar” a las masas, luego de capturar a Mackandal lo quemaron vivo en la hoguera, en la plaza principal de Cap Français.
Pero fue a partir de 1789, cuando la lejana metrópoli comenzó a verse sacudida por sus propios desposeídos, que la situación en Haití se tensó de manera irremediable.
Pero los esclavos haitianos se tomaron al pie de la letra la Declaración, en especial su primer artículo, y siendo naturalmente tan “libres e iguales en derechos” como sus amos, se propusieron lograr su cumplimiento.
La agitación comenzó en 1790. Sus iniciadores no fueron los más oprimidos, sino un grupo de “gente de color” residente en Francia que creó la “Sociedad de Amigos de los Negros”, entre cuyos miembros estaban también algunos franceses, como el alcalde de París y amigo de Francisco de Miranda, Jerôme Pétion. Este grupo logró que la Asamblea reconociese formalmente a los mulatos como ciudadanos franceses (no así a los esclavos); pero cuando el dirigente de la Sociedad, Vincent Ogé, intentó que las autoridades coloniales deSaint-Domingue cumpliesen la norma igualitaria, encontró el más firme rechazo. Ogé inició un levantamiento armado, pero la “gente de color” se negó a incluir en él a los esclavos, lo que provocó su derrota. Ogé fue ejecutado en 1791.
Para entonces, la prédica igualitaria de la Revolución Francesa en Haití había quedado en manos de quienes tenían el mayor interés en terminar con el Antiguo Régimen, que en la isla era sinónimo de esclavitud. Un autor afrocaribeño de habla inglesa, Cyril James, los bautizaría “los jacobinos negros”.


El 22 de agosto de 1791, mientras en París el rey Luis XVI estaba “recluido” luego de su intento de fuga hacia Alemania, en el norte de Haití los esclavos se cansaron de los argumentos “ilustrados” que aseguraban que, por ser negros no estaban preparados para ser ciudadanos libres e iguales. Ese día Dutty Boukman, Jean François y Georges Biassou iniciaron, no una “revuelta”, sino una revolución que rápidamente se extendió al resto de la colonia francesa. 2
La respuesta de los esclavistas combinó la represión, el llamado a una fuerza expedicionaria británica de miles de hombres que ocupó gran parte de Haití y acciones para profundizar las diferencias entre negrosesclavos y gens de couleur libres. También recurrió a algunas concesiones, como cuando en 1794 la Convención francesa, dominada por los jacobinos de Robespierre, proclamó el fin de la esclavitud, aunque imponiendo a los libertos un sistema de “patronato” que significa seguir sujetos a trabajos forzados. Pero los “jacobinos negros” estaban dispuestos a lograr su libertad y, en el curso de esa guerra que duró trece años, a proclamar un Estado independiente.
Entre sus líderes, que a lo largo de esos trece años cambiaron en más de una ocasión de aliados y enemigos y llegaron a enfrentarse a muerte entre sí, se destacaron François Dominique Toussaint-Louverture, 3 Jean-Jacques Dessalines, 4 Henri Cristophe y Alexandre Pétion, nombres que, lamentablemente, a más de un latinoamericano le siguen sonando “exóticos”.
Más allá de sus aciertos y desaciertos, de grandezas y mezquindades (que no son menores ni mayores que las de tantos personajes de la historia cuyos nombres se recuerdan en calles y plazas de nuestras ciudades), se trató de los primeros latinoamericanos que consiguieron establecer un Estado independiente. Alguno de ellos, como Papá Bon-Kè Pétion, 5 fue más lejos: dirigió el único gobierno que prestó ayuda material a Simón Bolívar en el momento de su peor derrota y ordenó la primera reforma agraria de nuestro continente, por cierto, una de las muy pocas realizadas hasta ahora en estas tierras.


A pesar de que, dirigidos por Toussaint-Louverture, los haitianos habían tomado en 1801 el control de toda la isla (incluida la parte que, hasta entonces, había sido colonia española), no proclamaron la independencia del país que, al menos formalmente, seguía constituyendo un “departamento de ultramar” francés. Pero esto no le bastaba a Napoleón, quien en 1802 envió una expedición de unos 40.000 hombres comandados por uno de sus cuñados, el general Charles Lecrerc. 6 A ellos se sumaron los pocos “blancos” que aún no habían emigrado y, sobre todo, la “gente de color” que dirigía Pétion, que pese a aceptar el fin de la esclavitud aún no admitía la plena igualdad.
Lecrerc logró derrotar a los generales haitianos y, en esa ocasión, demostró que ya entonces existía una “escuela francesa” de militares dispuestos a enseñar métodos “contrainsurgentes” en las Américas, como la que a fines de la década de 1950 traería la noción de “enemigo interno”, la práctica del secuestro de sospechosos y el empleo sistemático de la gégène (picana eléctrica portátil). Leclerc invitó a Toussaint a parlamentar, y cuando el “jacobino negro” se presentó en el campo enemigo, lo hizo detener y remitir prisionero a Francia, donde moriría de neumonía a consecuencia de las pésimas condiciones de detención. Andando el tiempo, el fundador de la dinastía Somoza aplicaría un método similar, aunque con muerte inmediata, para deshacerse del revolucionario nicaragüense Augusto César Sandino, en 1934.
Tal vez por aquello que los ingleses llaman “justicia poética”, a los pocos meses de esa “acción antisubversiva”, Leclerc, junto con más de 20.000 de sus hombres, murió a consecuencia de un brote de fiebre amarilla.
Se nos ha enseñado hasta el cansancio que la primera gran derrota irreversible de Napoleón sucedió en el Atlántico, cerca de las costas españolas; y que en tierra, esto se produjo casi en simultáneo en la Península Ibérica y en las estepas rusas. Pero antes de que la flota británica deshiciera a la escuadra franco-española en Trafalgar (21 de octubre de 1805) o que se sucedieran las derrotas francesas en España y Rusia (a partir de enero de 1812), los haitianos se encargaron de mostrar que las águilas napoleónicas no eran invencibles.


Napoleón se había propuesto restablecer el buen negocio azucarero en las islas caribeñas bajo su control. Es decir, reimplantar lisa y llanamente la esclavitud. Ya en mayo de 1802, una ley imperial dispuso que no se aplicase la libertad ordenada ocho años antes por la Convención allí donde aún no hubiese tenido cumplimiento efectivo. Un despacho reservado, enviado a Leclerc, lo autorizaba además a reimplantarla en Haití cuando fuera oportuno. Tampoco sus aliados “de color” salían bien librados, ya que varios edictos comenzaron a limitar la “libertad, igualdad y fraternidad” que, desde 1790, les habían prometido.
Así las cosas, tras ver lo que había ocurrido con Toussaint y el restablecimiento pleno de la esclavitud en otras colonias caribeñas francesas como Martinica y Santa Lucía, nègres y gens de couleur, dirigidos por Dessalines, Pétion y Christophe, iniciaron la “segunda fase” de la revolución haitiana.
El nuevo jefe colonialista, Donatien de Vimeur, vizconde de Rochambeau, anticipó de qué era capaz la “escuela francesa”: miles de haitianos fueron ahorcados, ahogados o quemados vivos. Los métodos de tortura y “desaparición forzada” aplicados entonces no tienen nada que envidiar a los que las fuerzas colonialistas emplearían, ciento cincuenta años después, en Indochina y Argelia: los prisioneros eran arrojados vivos a los calderos hirvientes de refinación de la melaza o enterrados hasta medio cuerpo en hormigueros. 7
No es de extrañarse, entonces, la “fiereza” que como contrapartida aplicarían los haitianos y que sembraría el pánico entre las elites criollas hispanoamericanas por largos años. La guerra era sin cuartel.
Las fuerzas reorganizadas bajo el mando de Dessalines, finalmente, se impusieron en la batalla de Vétyè (Vertières en francés), cuya fecha merece recordarse: 18 de noviembre de 1803. El ejército de ocupación napoleónico fue destrozado y el sanguinario Rochambeau debió capitular. Por años se hablaría en América de “la carnicería de Santo Domingo”, para referirse a los 3.500 franceses ejecutados entonces, no a los casi 30.000 haitianos asesinados por los colonialistas.
El 1º de enero de 1804, en la ciudad de Gonaives, Dessalines proclamaba la independencia de la hasta entonces Saint-Domingue, restableciendo para el país el nombre arahuaco original de Haití.



Referencias:
1
 Dina V. Picotti, La presencia africana en nuestra identidad, Ediciones del OL, Buenos Aires, 1998, pág. 227-233.
2 Jorge Victoria Ojeda, “Dos líderes olvidados de la revolución haitiana”, en Cuadernos Hispanoamericanos, N° 676, octubre de 2006.
3 Nacido como esclavo en una plantación haitiana en 1743, obtuvo su libertad en 1776 y se convirtió en arrendatario cafetalero; curiosamente, el “Robespierre negro”, por entonces, tenía tres esclavos. En 1791 se sumó al levantamiento haitiano, y tras la derrota de Boukman buscó refugio en la parte española de Santo Domingo. En 1793, al frente de un ejército bien organizado, inició la lucha contra los franceses, a los que se alió luego de la proclamación del fin de la esclavitud. Convertido en general de la República francesa, dominó la política haitiana con mano dura, conquistó a los españoles toda la isla de Santo Domingo, pero enfrentó a los libertos (a quienes les aplicó un sistema de trabajo forzado en las plantaciones, de acuerdo con la ley de la Convención francesa). Derrotado por las fuerzas enviadas por Napoleón, fue remitido preso a Francia, donde murió en 1803.
4 Nacido en 1758, Dessalines era un esclavo que se sumó a las fuerzas de Toussaint-Louverture, de quien llegó a ser lugarteniente. Tras la captura de su jefe, en 1802 inició un nuevo levantamiento contra los franceses, a los que derrotó por completo. En 1804 declaró la independencia de la República de Haití y fue su primer gobernante. En 1806 se proclamó emperador, como Jacques I, pero fue asesinado por Pétion y Christophe.
5 “Papá Buen Corazón”, apodo popular que los campesinos del norte de Haití le dieron a Pétion luego de su distribución de tierras.
6 Leclerc estaba casado con Paulina Bonaparte, quien luego sería la modelo de la famosa Venus Borghese, del escultor Antonio Canova.
7 Cyril Lionel Robert James, The Black Jacobins: Toussaint-Louverture and the San Domingo Revolution,

San Martín de los Andes

Autor: Felipe Pigna


Para los que tuvimos la suerte de conocer nuestra hermosa provincia de Mendoza y acercarnos al pie de una de las cordilleras más altas del mundo, la frase “San Martín cruzó los Andes” dejó de ser un versito escolar. Enternece y conmueve pensar en aquellos hombres mal vestidos, mal montados, mal alimentados, pero con todo lo demás muy bien provisto como para encarar semejante hazaña. Y detrás y delante de ellos, un hombre que no dormía pensando en complicarle la vida al enemigo y hacer justicia con la memoria de los que lo habían intentado antes que él.
No lo ganaba la soberbia. Podía confesarle a sus mejores amigos: “lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”.
Había que pensar en todo, en la forma de conservar la comida fresca, sana, proteica y calórica. Entre los aportes del pueblo cuyano, no faltó la sabiduría gastronómica expresada en una preparación llamada “charquicán”, un alimento hecho a base de carne secada al sol, tostada y molida, y condimentada con grasa y ají picante. Bien pisado, el charquicán se transportaba en mochilas que alcanzaban para ocho días. Se preparaba agregándole agua caliente y harina de maíz.



Ante la falta de cantimploras, utilizó los cuernos vacunos para fabricar “chifles”, que resultaron indispensables para la supervivencia en el cruce de la cordillera.
Pocos meses antes de iniciar una de las epopeyas más heroicas que recuerde la historia militar de la humanidad, San Martín impone a sus soldados y oficiales del Código de Honor del Ejército de los Andes, que entre cosas sentenciaba: “La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares. Las penas aquí establecidas y las que se dictasen según la ley serán aplicadas irremisiblemente: sea honrado el que no quiera sufrirlas: la Patria no es abrigadora de crímenes.” 1
A pesar de las enormes dificultades, aquel ejército popular pudo partir hacia Chile a mediados de enero de 1817. Allí iban el pobrerío armado y los esclavos liberados, todos con la misma ilusión.

El médico de la expedición fue James Paroissien, un inglés de ideas liberales radicado en Buenos Aires desde 1803 y que había acriollado su nombre, convirtiéndolo en Diego. Cuando estalló la Revolución, Paroissien ofreció sus servicios al nuevo gobierno y fue designado cirujano en el Ejército Auxiliar del Alto Perú. En 1812 se hizo ciudadano de las Provincias Unidas y el Triunvirato le encargó la jefatura de la fábrica de pólvora de Córdoba. Allí San Martín lo invitó a sumarse a sus planes y Paroissien fue el cirujano mayor del Ejército de los Andes.
A poco de emprender la marcha, San Martín daba cuenta de lo precario del aprovisionamiento de aquel ejército: “Si no puedo reunir las mulas que necesito me voy a pie… sólo los artículos que me faltan son los que me hacen demorar este tiempo. Es menester hacer el último esfuerzo en Chile, pues si ésta la perdemos todo se lo lleva el diablo. El tiempo me falta para todo, el dinero ídem, la salud mala, pero así vamos tirando hasta la tremenda.” 2
San Martín había ordenado que dos divisiones, una al mando del general Miguel Estanislao Soler y la otra dirigida por Bernardo O’Higgins, cruzaran por el paso de Los Patos. Una tercera, bajo las órdenes de Juan Gregorio de Las Heras, debía ir por el paso de Uspallata con la artillería. Otra división ligera, al mando de Juan Manuel Cabot, lo haría desde San Juan por el portezuelo de la Ramada, con el objetivo de tomar la ciudad chilena de Coquimbo. Otra compañía ligera cruzaría desde La Rioja por el paso de Vinchina para ocupar Copiapó. Finalmente, el capitán Ramón Freyre entraría por el Planchón para apoyar a las guerrillas chilenas.
En total eran 5.200 hombres. Llevaban 10.000 mulas, 1.600 caballos, 600 vacas, apenas 900 tiros de fusil y carabina; 2.000 balas de cañón, 2.000 de metralla y 600 granadas.
En varios tramos del cruce, San Martín debió ser trasladado en camilla a causa de sus padecimientos. Su salud era bastante precaria. Padecía de problemas pulmonares –producto de una herida sufrida en 1801 durante una batalla en España–, reuma y úlcera estomacal. A pesar de sus “achaques” siempre estaba dispuesto para la lucha y así se lo hacía saber a sus compañeros: “Estoy bien convencido del honor y patriotismo que adorna a todo oficial del Ejército de los Andes; y como compañero me tomo la libertad de recordarles que de la íntima unión de nuestros sentimientos pende la libertad de la América del Sur. A todos es conocido el estado deplorable de mi salud, pero siempre estaré dispuesto a ayudar con mis cortas luces y mi persona en cualquier situación en que me halle, a mi patria y a mis compañeros.”
Los hombres del ejército libertador tuvieron que soportar grandes cambios de clima. La sensación térmica se agudiza con la altura. De día el sol es muy fuerte y se llega a temperaturas de más de 30 grados; durante la noche, el viento helado, con mínimas de 10 grados bajo cero, puede llevar al congelamiento. Durante la travesía, la altura promedio fue de 3.000 metros, lo que provocó en muchos hombres fuertes dolores de cabeza, vómitos, fatiga e irritación pulmonar.
La orden era que todas las divisiones se reunieran del otro lado de la cordillera entre los días 6 y 8 de febrero de 1817. Con una sincronización matemática, el 8 de febrero por la tarde, en medio de festejos y gritos de “viva la patria” los dos principales contingentes se reunieron del otro lado y fueron liberadas las dos primeras ciudades chilenas: San Antonio y Santa Rosa. Se pudo establecer una zona liberada, base de operaciones desde donde el ejército libertador lanzará el fulminante ataque sobre Chacabuco, el 12 de febrero de 1817.
Sobre el campo de batalla quedaron quinientos españoles muertos. Las fuerzas patriotas sólo tuvieron doce bajas y veinte heridos. Fueron capturados seiscientos prisioneros y centenares de fusiles pasaron a engrosar el parque del ejército libertador.
Cuando San Martín entró en Santiago se enteró de que el gobernador español, Marcó del Pont, había logrado huir. De inmediato le ordenó a uno de sus hombres de confianza, el fraile-capitán José Félix Aldao, que corriera a capturarlo. Era fundamental evitar que Marcó se embarcara hacia Lima.
En la noche del 15 de febrero, Aldao supo por sus informantes que el gobernador prófugo y su comitiva se encontraban cerca de Concepción. Llegó hasta su refugio, lo capturó y lo trasladó detenido hasta la comandancia del ejército libertador. De allí fue enviado a Mendoza y luego a Luján, donde Marcó del Pont morirá el 11 de mayo de 1819.
En su correspondencia San Martín dejó un crudo testimonio del carácter salvaje y genocida de la guerra que hacían los ejércitos españoles contra los americanos. En una carta a lord Macduff, San Martín expresaba: “¡Qué sentimiento de dolor, mi querido amigo, debe despertar en vuestro pecho el destino de estas bellas regiones! Parecería que los españoles estuvieran empecinados en convertirlas en un desierto, tal es el carácter de la guerra que hacen. Ni edades ni sexos escapan al patíbulo.” 3
Al conde de Castlereagh le dice: “Es sabida la conducta que los españoles han guardado con sus colonias: sabido es igual el género de guerra que han adoptado para volverlas a subyugar. Al siglo de la ilustración, cultura y filantropía, estaba reservado el ser testigo de los horrores cometidos por los españoles en la apacible América. Horrores que la humanidad se estremece al considerarlos, y que se emplea con los americanos que tenemos el gran crimen de sostener los derechos de la voluntad general de sus habitantes: en retribución de tal conducta los hijos de este suelo han empleado los medios opuestos.” 4
Con aquellos “medios opuestos” y “el gran crimen de sostener los derechos de la voluntad general”, el Ejército de los Andes, engrosado por los patriotas chilenos, pudo ocupar Santiago. Allí, el 18 de febrero de 1818 se convocó a un Cabildo Abierto que designó a San Martín director supremo. El general argentino rechazó el ofrecimiento y propuso al patriota chileno Bernardo de O’Higgins para ocupar el cargo.
O’Higgins aceptó y a poco de asumir envió esta nota al gobierno de los Estados Unidos, al zar de Rusia y a diversas cortes europeas: “Después de haber sido restaurado el hermoso reino de Chile por las armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata, bajo las órdenes del general San Martín, y elevado como he sido por la voluntad de mi pueblo, a la Suprema Dirección del estado, es mi deber anunciar al mundo un nuevo asilo, en estos países, a la industria, a la amistad y a los ciudadanos de todas las naciones del globo. La sabiduría y recursos de la Nación Argentina limítrofe, decidida por nuestra emancipación, dan lugar a un porvenir próspero y feliz en estas regiones.”
El 19 de marzo de 1818 las fuerzas patriotas sufrieron su primera y única derrota, la de Cancha Rayada. Pero el general Las Heras logró salvar parte de las tropas y así purdo reorganizarse un ejército de 5.000 hombres. Los patriotas clamaban por la revancha que llegaría a los pocos días, el 5 de abril, al derrotar definitivamente a las fuerzas enemigas en Maipú.
La victoria fue total y América empezaba a respirar otro aire mientras los tiranos comenzaban a asfixiarse, como lo demuestra este informe del virrey de Nueva Granada: 5 “La fatal derrota que en Maipú han sufrido las tropas del Rey pone a toda la parte sur del continente en consternación y peligro”.
El diario The Times de Londres, al informar sobre la victoria de los criollos en Maipú, se preguntaba “¿Quién es capaz ahora de detener el impulso de la revolución en América?”.
Como bien dice José Luis Busaniche, el triunfo de Maipú entusiasmó a Simón Bolívar y le dio nuevos ánimos para proseguir su campaña: “Bolívar está en un rincón del Orinoco donde la independencia es apenas una esperanza. En agosto llegan algunos diarios ingleses que anuncian la victoria de San Martín en Maipú. Y entonces concibe un proyecto semejante al del paso de los Andes por el héroe del sur: el paso de los Andes venezolanos, remontando el Orinoco, para caer sobre los españoles en Bogotá y seguir si le es posible hasta el Perú, baluarte realista de América. Bolívar escribe al coronel Justo Briceño: ‘Las gacetas inglesas contienen los detalles de la célebre jornada del 5 de abril en las inmediaciones de Santiago. Los españoles, invadidos poderosamente por el sur, deben necesariamente concentrarse y dejar descubiertas las entradas y avenidas del reino en todas direcciones. Estimo, pues, segura la expedición libertadora de la Nueva Granada. El día de América ha llegado’.” 6
A pesar de semejante gloria y las notables repercusiones, los protagonistas del triunfo seguían sus vidas con la misma sencillez. Cuenta Mitre que después de Maipú, el general Antonio González Balcarce fue al Tedeumcon camisa prestada y concluye: “¡Grandes tiempos aquellos en que los generales victoriosos no tenían ni camisa!”. 7
Pocos días después de Maipú, San Martín volvió a cruzar la cordillera rumbo a Buenos Aires para solicitar ayuda al Directorio para la última etapa de su campaña libertadora: el ataque marítimo contra el bastión realista de Lima. Obtuvo la promesa de 500.000 pesos, de los que sólo llegarán efectivamente 300.000, ya que como admitía el director supremo Pueyrredón: “Aquí no se conoce que hay revolución ni guerra, y si no fuera por el medio millón que estoy sacando para mandar a ese país, ni los godos se acordarían de Fernando”. 8
Al regresar a Chile, San Martín se enteró de que los triunfos de Las Heras en Curapaligüe y Gavilán no habían logrado evitar que los españoles recibieran desde Lima 3.000 hombres de refuerzo, desembarcados en el puerto de Talcahuano. La guerra contra los realistas proseguiría en el sur de Chile por varios años.
Con la ayuda financiera del gobierno chileno, San Martín armó una escuadra que quedará al mando del marino escocés lord Thomas Cochrane. Cuando se disponía a embarcar a sus tropas para iniciar la campaña al Perú, el Libertador recibió la orden del Directorio de marchar con su ejército contra el Litoral, para combatir a los federales de Santa Fe y Entre Ríos. San Martín se negó a reprimir a sus compatriotas, desobedeció e inició la expedición contra los españoles de Lima.

Referencias:
1 Arturo Capdevila, El pensamiento vivo de San MartínBuenos Aires, Losada, 1945.
2 Carta a Guido del 15 de diciembre de 1816.
3 Carta de San Martín a Lord Macduff, del 9 de septiembre de 1817.
4 Carta de San Martín al conde de Castlereagh, del 11 de abril de 1818.
5 El virreinato de Nueva Granada incluía las actuales repúblicas de Colombia y Venezuela.
6 Busaniche, San Martín Vivo, Buenos Aires, Eudeba, 1962
7 Bartolomé Mitre, Historia de San Martín, Buenos Aires, Eudeba, 1971.
8 Carta de Pueyrredón a Guido fechada el 16 de julio de 1818, en Carlos Guido y Spano, Vindicación histórica. Papeles del brigadier general Guido1817-1820, Buenos Aires, Carlos Casavalle editor, 1882.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

Juan en el país de la memoria

Ensayo. Un poeta joven traza un perfil nada complaciente del vínculo de Gelman con el presente y hace una lectura generacional de su legado.

POR MARTÍN RODRÍGUEZ





Sin embargo pertenezco a una generación que no lee, ni leyó, ni leerá a Juan Gelman. ¿Por qué? Porque no lo necesitaron. Porque se puede hacer literatura sin leer a Gelman. Porque su obra les puede parecer blanda, tierna, mística, autorreferencial (todas cosas mal vistas) o porque contiene las torpezas políticas de cuando su fe en la revolución fue ciega. Y cuando no lo fue, abundó la capa de dolor personal por las desgracias que la historia había producido en él. Gelman “estaba ahí”, tan a mano, y a la vez, tan lejos.
Pertenezco a una generación que prefirió a otros: a Juana Bignozzi, a Leónidas Lambroghini, a Néstor Perlongher, a Joaquín Giannuzzi, a Alejandra Pizarnik. Y a una lista en la que cada tanto se van agregando nuevas (viejas) voces, como la de Héctor Viel Temperley. Gelman está en el centro de la experiencia histórica de los años 70. Es la poesía antes de Auschwitz, durante Auschwitz, después de Auschwitz, pero que cualquier lectura de toda su obra se hace con todo el Auschwitz encima. Gelman logró lo contrario que muchos: no fue capturado por la historia, sino al revés. El capturó la historia. Poesía de buenos y malos, modulación de una conciencia. Todos sus contemporáneos hicieron una historia a mayor o menor distancia del centro-Gelman. Fue un joven comunista en los años 60, un maduro montonero en los años 70, un escritor exiliado, un padre de desaparecido, y luego, de un modo definitivo, se consagró al periodismo -que ya había ejercido- como última identidad de su ejercicio político. Todo eso conformó una personalidad pública con centro en la palabra “memoria” que ayudó a cuajar una “cima ética” por afuera tanto de la calidad literaria como de la crítica política, porque, como lo prueba la entrevista que le hizo Roberto Mero y que salió publicada a principios de los años 80, Gelman fue un precoz en el ejercicio de la autocrítica política tras la derrota. Y sin embargo: ¿quién va a sacar a Gelman de la historia de la poesía? ¿Se puede separar a Gelman en partes? ¿Decir: acá el poeta, más allá la política? Algo de eso intentó Rodolfo Fogwill, para quien Gelman fue el gran poeta nacional, a la vez que un equivocado político. Fogwill no pudo contagiar Gelman sobre ninguno de sus jóvenes escritores apadrinados. Y quizá porque para muchos de ellos la ecuación era exactamente al revés: Gelman fue un equivocado escritor, pero un político acertado. Eso quizá piensan Sergio Raimondi o Martín Gambarotta. No lo sé.

Pertenezco a una generación que no lee, ni leyó, ni leerá a Juan Gelman. No obstante, hace años que tampoco lo leo, pero lo leí, lo leí como un enfermo, lo leí todo, y asumo que fue una influencia decisiva. Hay poetas que escriben con todos sus libros un gran libro, como es el caso de Juan L. Ortiz o Francisco Madariaga. Un libro-río que es su obra. Pero hay poetas a los que se les podría eludir toda la obra y leerlos en un solo libro, y que en ese solo libro pueda caber la densidad entera de su obra, un estado de perfección que (en Gelman) era inédito. Porque era un poeta molesto de leer, mañero, sentimental, piadoso, ay, lo terminabas de leer goteando culpa, hasta que más o menos se hacían previsibles sus formas, las rupturas de la sintaxis. En Gelman ese libro es Salarios del impío , que tiene una economía y un tono al que no volvió más. Guardo ese libro, guardo el olor de ese libro, ya que fue la única vez en mi vida que fui a la Feria del Libro con mi viejo. Una tarde del año 1994 (año en que el libro fue editado, ¿o en 1993?). No fomento su lectura porque no sabría cómo hacerlo, cómo evitar que un joven en su iniciación pueda salvarse de la fatal influencia en la dicción que solía provocar. Porque un gran poeta es un insecticida: contagia y entrega racimos de malos poetas. Probablemente la inquietud histórica, política y literaria de un joven que quiera abordar esos años pase por otras lecturas. Hoy, cuando tantos escritores y poetas son políticos, resulta curioso su rechazo, o la indiferencia. Hay algo en esa consagración, en esa valoración ética que se antepone a la simple lectura de los libros, en esa zona de privilegio y “autoridad” que da el dolor en este país, que lo alejó de la micropolítica literaria donde se cuecen habas. En fin. Salud, compañero Gelman, larga vida tuvo tu estado de “oficialidad”: el viejo oficial montonero que al final reencuentra a su nieta perdida en las mazmorras de la guerra cruzando el Río de la Plata, poeta oficial del país de la memoria.


Martín Rodríguez es poeta, periodista y crítico cultural. Nació en 1978. Algunos de sus libros son “Agua negra” (Siesta), “Lampiño” (Siesta) y “Maternidad Sardá” (Vox).

La caligrafía, una habilidad en extinción

 Por Guillermo Jaim Etcheverry 
  Doctor en Medicina


Como lo advierte Guillermo Jaim Etcheverry, si bien ya resulta claro que “las computadoras son un apéndice de nuestro ser, hay que advertir que favorecen un pensamiento binario, mientras que la escritura a mano es rica, diversa, individual, y nos diferencia a unos de otros”. Por su parte, para Umberto Eco, que interviene activamente en este debate, la escritura cursiva exige componer la frase mentalmente antes de escribirla, requisito que la computadora no sugiere. En todo caso, la resistencia que ofrecen la pluma y el papel impone una lentitud reflexiva. ¡Bienvenidos sean entonces nuestros mensajes manuscritos!



Jaim Echeverry: "Habría que educar a los niños desde la infancia en comprender que la escritura
responde a su voz interior y representa un ejercicio irrenunciable. ...un lenguaje del alma que hace únicas a las personas.
¿Cuánto hace que no experimentamos el placer de recibir una carta manuscrita en letra cursiva? La caligrafía es una habilidad humana en rápida extinción, porque ya casi no se enseña en las escuelas. Cuando se emplea una lapicera, en general se lo hace para escribir con letra de imprenta. Stefano Bartezzaghi y María Novella de Luca, periodistas italianos interesados en el tema, se preguntan si la preocupación por el ocaso de la escritura cursiva responde a la nostalgia o constituye una emergencia cultural. Muchos expertos se inclinan por la última alternativa.




En Inglaterra se vuelve a usar la estilográfica para que los estudiantes aprendan la grafía. En Francia también se considera que no se debe prescindir de esa habilidad, pero allí el problema reside en que ya no la dominan ni los maestros. Aunque el mundo adulto no está aún preparado para recibir las nuevas inteligencias de los niños producto de la tecnología, la pérdida de la habilidad de la escritura cursiva explica trastornos del aprendizaje que advierten los maestros e inciden en el desempeño escolar.

En la escritura cursiva, el hecho de que las letras estén unidas una a la otra por trazos permite que el pensamiento fluya con armonía de la mente a la hoja de papel. Al ligar las letras con la línea, quien escribe vincula los pensamientos traduciéndolos en palabras. Por su parte, el escribir en letra de imprenta, alternativa que se ha ido imponiendo, implica escindir lo que se piensa en letras, desguazarlo, anular el tiempo de la frase, interrumpir su ritmo y su respiración.

Si bien ya resulta claro que las computadoras son un apéndice de nuestro ser, hay que advertir que favorecen un pensamiento binario, mientras que la escritura a mano es rica, diversa, individual, y nos diferencia a unos de otros.



Habría que educar a los niños desde la infancia en comprender que la escritura responde a su voz interior y representa un ejercicio irrenunciable. Es ilógico suponer que la tendencia actual se revertirá, pero al menos los sistemas de escritura deberían convivir, precisamente por esa calidad que tiene la grafía de ser un lenguaje del alma que hace únicas a las personas. Su abandono convierte al mensaje en frío, casi descarnado, en oposición a la escritura cursiva, que es vehículo y fuente de emociones al revelar la personalidad, el estado de ánimo. Posiblemente sea esto lo que los jóvenes temen, y optan por esconderse en la homogeneización que posibilita el recurrir a la letra de imprenta.

Porque, como lo destaca Umberto Eco, que interviene activamente en este debate, la escritura cursiva exige componer la frase mentalmente antes de escribirla, requisito que la computadora no sugiere. En todo caso, la resistencia que ofrecen la pluma y el papel impone una lentitud reflexiva. Muchos escritores, habituados a escribir en un teclado, desearían a veces volver a realizar incisiones en una tableta de arcilla, como los sumerios, para poder pensar con calma. Eco propone que, así como en la era del avión se siguen tripulando barcos a vela, sería auspicioso que los niños aprendieran caligrafía, para educarse en lo bello y para facilitar su desarrollo psicomotor.


Como en tantos otros aspectos de la sociedad actual, surge aquí la centralidad del tiempo. Un artículo reciente en la revista Time, titulado "Duelo por la muerte de la escritura a mano", señala que es ése un arte perdido, ya que, aunque los chicos lo aprenden con placer porque lo consideran un rito de pasaje, "nuestro objetivo es expresar el pensamiento lo más rápidamente posible. Hemos abandonado la belleza por la velocidad, la artesanía por la eficiencia. Y, sí -admite su autora, Claire Suddath-, tal vez seamos algo más perezosos. La escritura cursiva parece condenada a seguir el camino del latín: dentro de un tiempo, no la podremos leer". Abriendo una tímida ventana a la individualidad, aún firmamos a mano. Por poco tiempo




(*) Guillermo Jaim Etcheverry completó sus estudios de medicina con Diploma de Honor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. En esa institución obtuvo el título de Doctor en Medicina en 1972, habiendo merecido su tesis de doctorado el premio Facultad de Medicina a la mejor Tesis en Ciencias Básicas. Dedicado en forma exclusiva a la docencia y la investigación en el campo de la neurobiología, fue becario de iniciación y de perfeccionamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), institución en la que actualmente se desempeña como Investigador Principal en su Carrera del Investigador Científico. Ocupó todas las posiciones docentes en el Departamento de Biología Celular e Histología de la Facultad de Medicina (UBA) en el que actualmente es profesor titular. Entre los años 1986 y 1990 fue decano de esa Facultad. Realizó estudios de posgrado en Basilea, Suiza y, entre otras distinciones, obtuvo la beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation que le permitió trabajar en el Salk Institute de La Jolla, California durante 1978.Es editor de numerosas publicaciones nacionales e internacionales. En 1999 publicó el libro titulado “La tragedia educativa” que recibió el premio al mejor libro de educación del año otorgado por las X Jornadas Internacionales de Educación. Es miembro correspondiente de la Academia Ciencias Médicas de Córdoba y miembro de número de la Academia Nacional de Educación y de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.
En 2001 recibió el premio “Maestro de la Medicina Argentina”.En 2004 fue designado Miembro honorario de la American Academy of Arts and Sciences de los Estados Unidos.
En 2000 fue elegido rector de la Universidad de Buenos Aires.
Miembro de número de la Academia de Educación y de la Academia de Artes y Ciencias de la Comunicación. En 2002 fue elegido rector de la Universidad de Buenos Aires.
Se interesa por el análisis de la significación social de la educación así como por la problemática universitaria. 


Enseñanzas de la derrota de Monsanto en Córdoba

Por Raúl Zibechi


Las multinacionales sólo pueden ser derrotadas si existe un potente movimiento de la sociedad, apoyado por una porción significativa de la población. Un tribunal provincial de Córdoba dictaminó que Monsanto debe detener la construcción de la planta de tratamiento de semillas de maíz transgénico ubicada en Malvinas Argentinas, dando a lugar a un recurso de amparo presentado por los vecinos de la zona que acampan desde hace tres meses en las puertas de la obra.
 
La movilización fue impulsada por pequeños grupos, Madres de Ituzaingó, la Asamblea Malvinas Lucha por la Vida y vecinos autoconvocados, entre otros, y tuvo la virtud de sostenerse en el tiempo pese a las amenazas del gobierno provincial y del sindicato de la construcción. La población de Malvinas Argentinas simpatiza y apoya la resistencia, lo que llevó a la justicia a tomar la resolución de paralizar las obras el pasado 9 de enero.


 
Siempre son grupos pequeños los que toman la iniciativa, sin tener en cuenta la “correlación de fuerzas” sino la justicia de sus acciones. Luego, a veces mucho más tarde, el Estado termina por reconocer que los críticos llevan la razón. Más tarde, los que fueron criminalizados suelen ser considerados héroes incluso por quienes los reprimieron. El punto crucial, a mi modo de ver, es el cambio cultural, la difusión de nuevos modos de ver el mundo, como lo enseña la historia de las luchas sociales.
 
Mucho antes de que cayeran las leyes segregacionistas en los Estados Unidos, la discriminación fue derrotada en los hechos. El 1 de diciembre de 1955 una mujer común, Rosa Parks, se negó a sentarse en el autobús en los asientos para negros y lo hizo en los reservados para blancos. Fue arrestada por violar la ley en Montgomery, estado de Alabama. Decenas de personas siguieron su ejemplo, y otras decenas la precedieron. Su acción de desobediencia impactó porque fue seguida por muchos.


 
Franklin McCain, un activista negro de 73 años de Carolina del Norte, en 1960 se sentó con tres amigos en la barra de una cafetería de la cadena Woolworth en la ciudad de Greensboro. Era un sitio exclusivo para blancos. Pidieron café y esperaron todo el día pero no les sirvieron. Al día siguiente regresaron pese a los insultos de los blancos y las amenazas de los policías. El fin de semana ya eran cientos y la protesta se extendió a decenas ciudades. La cadena Woolworth se vio obligada a permitir el ingreso de negros. Recién entre 1964 y 1965 el Estado se vio forzado a eliminar las leyes de discriminación racial, cuando había un gobierno que con los parámetros actuales –y teniendo en cuenta que se trata de los Estados Unidos- llamaríamos “progresista”.
 
Creo que esta es una de las enseñanzas más importantes que nos deja la victoria de la población de Malvinas Argentinas contra Monsanto. Debemos hacer cosas lo más inteligentes y lúcidas posibles, pero sobre todo acciones realizadas y sentidas por la gente común, acciones sencillas, pacíficas, capaces de desnudar los problemas que nos afligen, como sentarse en el lugar que uno quiere en el autobús, y no en el que te obligan, o acampar frente a una de las más poderosas multinacionales.
 

Lo que sigue, ya no depende de nosotros. Que una parte significativa de la población esté de acuerdo y acompañe, que llegue a participar de algún modo en la protesta, depende de factores que nadie controla y para los cuales no hay recetas ni tácticas preestablecidas. Desde el punto de vista del movimiento social y de los cambios necesarios, no podremos derrotar el extractivismo reclamando leyes al Estado. Las leyes vendrán cuando el modelo haya sido derrotado cultural y políticamente.
 
Es cierto que los gobiernos de la región, más allá de su orientación concreta en cada país, se apoyan en el extractivismo. Pero es la gente común organizada a la que nos corresponde derrotarlo, con miles de pequeñas acciones, como las que desarrollaron las Madres de Ituzaingó y ahora los acampantes en Malvinas Argentinas.


 
- Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La Jornada y es colaborador de ALAI.