Juan en el país de la memoria

Ensayo. Un poeta joven traza un perfil nada complaciente del vínculo de Gelman con el presente y hace una lectura generacional de su legado.

POR MARTÍN RODRÍGUEZ





Sin embargo pertenezco a una generación que no lee, ni leyó, ni leerá a Juan Gelman. ¿Por qué? Porque no lo necesitaron. Porque se puede hacer literatura sin leer a Gelman. Porque su obra les puede parecer blanda, tierna, mística, autorreferencial (todas cosas mal vistas) o porque contiene las torpezas políticas de cuando su fe en la revolución fue ciega. Y cuando no lo fue, abundó la capa de dolor personal por las desgracias que la historia había producido en él. Gelman “estaba ahí”, tan a mano, y a la vez, tan lejos.
Pertenezco a una generación que prefirió a otros: a Juana Bignozzi, a Leónidas Lambroghini, a Néstor Perlongher, a Joaquín Giannuzzi, a Alejandra Pizarnik. Y a una lista en la que cada tanto se van agregando nuevas (viejas) voces, como la de Héctor Viel Temperley. Gelman está en el centro de la experiencia histórica de los años 70. Es la poesía antes de Auschwitz, durante Auschwitz, después de Auschwitz, pero que cualquier lectura de toda su obra se hace con todo el Auschwitz encima. Gelman logró lo contrario que muchos: no fue capturado por la historia, sino al revés. El capturó la historia. Poesía de buenos y malos, modulación de una conciencia. Todos sus contemporáneos hicieron una historia a mayor o menor distancia del centro-Gelman. Fue un joven comunista en los años 60, un maduro montonero en los años 70, un escritor exiliado, un padre de desaparecido, y luego, de un modo definitivo, se consagró al periodismo -que ya había ejercido- como última identidad de su ejercicio político. Todo eso conformó una personalidad pública con centro en la palabra “memoria” que ayudó a cuajar una “cima ética” por afuera tanto de la calidad literaria como de la crítica política, porque, como lo prueba la entrevista que le hizo Roberto Mero y que salió publicada a principios de los años 80, Gelman fue un precoz en el ejercicio de la autocrítica política tras la derrota. Y sin embargo: ¿quién va a sacar a Gelman de la historia de la poesía? ¿Se puede separar a Gelman en partes? ¿Decir: acá el poeta, más allá la política? Algo de eso intentó Rodolfo Fogwill, para quien Gelman fue el gran poeta nacional, a la vez que un equivocado político. Fogwill no pudo contagiar Gelman sobre ninguno de sus jóvenes escritores apadrinados. Y quizá porque para muchos de ellos la ecuación era exactamente al revés: Gelman fue un equivocado escritor, pero un político acertado. Eso quizá piensan Sergio Raimondi o Martín Gambarotta. No lo sé.

Pertenezco a una generación que no lee, ni leyó, ni leerá a Juan Gelman. No obstante, hace años que tampoco lo leo, pero lo leí, lo leí como un enfermo, lo leí todo, y asumo que fue una influencia decisiva. Hay poetas que escriben con todos sus libros un gran libro, como es el caso de Juan L. Ortiz o Francisco Madariaga. Un libro-río que es su obra. Pero hay poetas a los que se les podría eludir toda la obra y leerlos en un solo libro, y que en ese solo libro pueda caber la densidad entera de su obra, un estado de perfección que (en Gelman) era inédito. Porque era un poeta molesto de leer, mañero, sentimental, piadoso, ay, lo terminabas de leer goteando culpa, hasta que más o menos se hacían previsibles sus formas, las rupturas de la sintaxis. En Gelman ese libro es Salarios del impío , que tiene una economía y un tono al que no volvió más. Guardo ese libro, guardo el olor de ese libro, ya que fue la única vez en mi vida que fui a la Feria del Libro con mi viejo. Una tarde del año 1994 (año en que el libro fue editado, ¿o en 1993?). No fomento su lectura porque no sabría cómo hacerlo, cómo evitar que un joven en su iniciación pueda salvarse de la fatal influencia en la dicción que solía provocar. Porque un gran poeta es un insecticida: contagia y entrega racimos de malos poetas. Probablemente la inquietud histórica, política y literaria de un joven que quiera abordar esos años pase por otras lecturas. Hoy, cuando tantos escritores y poetas son políticos, resulta curioso su rechazo, o la indiferencia. Hay algo en esa consagración, en esa valoración ética que se antepone a la simple lectura de los libros, en esa zona de privilegio y “autoridad” que da el dolor en este país, que lo alejó de la micropolítica literaria donde se cuecen habas. En fin. Salud, compañero Gelman, larga vida tuvo tu estado de “oficialidad”: el viejo oficial montonero que al final reencuentra a su nieta perdida en las mazmorras de la guerra cruzando el Río de la Plata, poeta oficial del país de la memoria.


Martín Rodríguez es poeta, periodista y crítico cultural. Nació en 1978. Algunos de sus libros son “Agua negra” (Siesta), “Lampiño” (Siesta) y “Maternidad Sardá” (Vox).

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